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A la luz de la tarde moribunda
Recorro el olvidado cementerio,
Y una dulce piedad mi pecho inunda
Al pensar de la muerte en el misterio.

Del occidente a las postreras luces
Mi errabunda mirada sólo advierte
Los toscos leños de torcidas cruces,
Despojos en la playa de la Muerte.

De madreselvas que el Abril enflora,
Cercado humilde en torno se levanta,
Donde vierte sus lágrimas la aurora,
Y donde el ave, por las tardes, canta.

Corre cerca un arroyo en hondo cauce
Que a trechos lama verdinegra viste,
Y de la orilla se levanta un sauce,
Cual de la Muerte centinela triste.

Y al oír el rumor en la maleza,
Mi mente inquiere, de la sombra esclava,
Si es rumor de la vida que ya empieza,
O rumor de la vida que se acaba.

«¿Muere todo?» me digo. En el instante
Alzarse veo de las verdes lomas,
Para perderse en el azul radiante,
Una blanca bandada de palomas.

Y del bardo sajón el hondo verso,
Verso consolador, mi oído hiere:
No hay muerte porque es vida el universo;
Los muertos no están muertos...  ¡Nada muere!
¡No hay muerte! ¡todo es vida!...
                                                     
El sol que ahora,
Por entre nubes de encendida grana
Va llegando al ocaso, ya es aurora
Para otros mundos, en región lejana.

Peregrina en la sombra, el alma yerra
Cuando un perdido bien llora en su duelo.
Los dones de los cielos a la tierra
No mueren... ¡Tornan de la tierra al cielo!
Si ya llegaron a la eterna vida
Los que a la sima del sepulcro ruedan,
Con júbilo cantemos su partida,
¡Y lloremos más bien por los que quedan!

Sus ojos vieron, en la tierra, cardos,
Y sangraron sus pies en los abrojos...
¡Ya los abrojos son fragantes nardos,
Y todo es fiesta y luz para sus ojos!

Su pan fue duro, y largo su camino,
Su dicha terrenal fue transitoria...
Si ya la muerte a libertarlos vino,
¿Porqué no alzarnos himnos de victoria?
La dulce faz en el hogar querida,
Que fue en las sombras cual polar estrella:
La dulce faz, ausente de la vida,
¡Ya sonríe más fúlgida y más bella!

La mano que posada en nuestra frente,
En horas de dolor fue blanda pluma,
Transfigurada, diáfana, fulgente,
Ya como rosa de Sarón perfuma.

Y los ojos queridos, siempre amados,
Que alegraron los páramos desiertos,
Aunque entre sombras los miréis cerrados,
¡Sabed que están para la luz abiertos!

Y el corazón que nos amó, santuario
De todos nuestros sueños terrenales,
Al surgir de la noche del osario,
Es ya vaso de aromas edenales.

Para la nave errante ya hay remanso;
Para la mente humana, un mundo abierto;
Para los pies heridos... ya hay descanso,
Y para el pobre náufrago... ya hay puerto.
No hay muerte, aunque se apague a nuestros ojos
Lo que dio a nuestra vida luz y encanto;
¡Todo es vida, aunque en míseros despojos
Caiga en raudal copioso nuestro llanto!

No hay muerte, aunque a la tumba a los que amamos
(La frente baja y de dolor cubiertos),
Llevemos a dormir... y aunque creamos
Que los muertos queridos están muertos.

Ni fue su adiós eterna despedida...
Como buscando un sol de primavera
Dejaron las tinieblas de la vida
Por nueva vida, en luminosa esfera.

Padre, madre y hermanos, de fatigas
En el mundo sufridos compañeros,
Grermen fuisteis ayer... ¡hoy sois espigas,
Espigas del Señor en los graneros!

Dejaron su terrena vestidura
Y ya lauro inmortal radia en sus frentes;
Y aunque partieron para excelsa altura,
Con nosotros están... no están ausentes!
Son luz para el humano pensamiento,
Rayo en la estrella y música en la brisa.
¿Canta el aura en las frondas?...  ¡Es su acento!
¿Una estrella miráis?...  ¡Es su sonrisa!

Por eso cuando en horas de amargura
El horizonte ennegrecido vemos,
Oímos como voces de dulzura
Pero de dónde vienen... ¡no sabemos!

¡Son ellos... cerca están!  Y aunque circuya
Luz eterna a sus almas donde moran
En el placer nuestra alegría es suya,
Y en el dolor, con nuestro llanto lloran.

A nuestro lado van.  Son luz y egida
De nuestros pasos débiles e inciertos
No hay muerte...  ¡Todo alienta, todo es vida!
¡Y los muertos queridos no están muertos!

Porque al caer el corazón inerte
Un mundo se abre de infinitas galas,
¡Y como eterno galardón, la Muerte
Cambia el sudario del sepulcro, en alas!
¿Por qué volvéis a la memoria mía,
Tristes recuerdos del placer perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía
De este desierto corazón herido?
¡Ay! que de aquellas horas de alegría
Le quedó al corazón sólo un gemido,
Y el llanto que al dolor los ojos niegan
Lágrimas son de hiel que el alma anegan.

¿Dónde volaron ¡ay! aquellas horas
De juventud, de amor y de ventura,
Regaladas de músicas sonoras,
Adornadas de luz y de hermosura?
Imágenes de oro bullidoras.
Sus alas de carmín y nieve pura,
Al sol de mi esperanza desplegando,
Pasaban ¡ay! a mi alredor cantando.

Gorjeaban los dulces ruiseñores,
El sol iluminaba mi alegría,
El aura susurraba entre las flores,
El bosque mansamente respondía,
Las fuentes murmuraban sus amores...
ilusiones que llora el alma mía!
¡Oh, cuán suave resonó en mi oído
El bullicio del mundo y su ruido!

Mi vida entonces, cual guerrera nave
Que el puerto deja por la vez primera,
Y al soplo de los céfiros suave
Orgullosa desplega su bandera,
Y al mar dejando que sus pies alabe
Su triunfo en roncos cantos, va velera,
Una ola tras otra bramadora
Hollando y dividiendo vencedora.

¡Ay! en el mar del mundo, en ansia ardiente
De amor velaba; el sol de la mañana
Llevaba yo sobre mi tersa frente,
Y el alma pura de su dicha ufana:
Dentro de ella el amor, cual rica fuente
Que entre frescuras y arboledas mana,
Brotaba entonces abundante río
De ilusiones y dulce desvarío.

Yo amaba todo: un noble sentimiento
Exaltaba mi ánimo, Y sentía
En mi pecho un secreto movimiento,
De grandes hechos generoso guía:
La libertad, con su inmortal aliento,
Santa diosa, mi espíritu encendía,
Contino imaginando en mi fe pura
Sueños de gloria al mundo y de ventura.

El puñal de Catón, la adusta frente
Del noble Bruto, la constancia fiera
Y el arrojo de Scévola valiente,
La doctrina de Sócrates severa,
La voz atronadora y elocuente
Del orador de Atenas, la bandera
Contra el tirano Macedonio alzando,
Y al espantado pueblo arrebatando:

El valor y la fe del caballero,
Del trovador el arpa y los cantares,
Del gótico castillo el altanero
Antiguo torreón, do sus pesares
Cantó tal vez con eco lastimero,
¡Ay!, arrancada de sus patrios lares,
Joven cautiva, al rayo de la luna,
Lamentando su ausencia y su fortuna:

El dulce anhelo del amor que guarda,
Tal vez inquieto y con mortal recelo;
La forma bella que cruzó gallarda,
Allá en la noche, entre medroso velo;
La ansiada cita que en llegar se tarda
Al impaciente y amoroso anhelo,
La mujer y la voz de su dulzura,
Que inspira al alma celestial ternura:

A un tiempo mismo en rápida tormenta
Mi alma alborotaban de contino,
Cual las olas que azota con violenta
Cólera impetuoso torbellino:
Soñaba al héroe ya, la plebe atenta
En mi voz escuchaba su destino:
Ya al caballero, al trovador soñaba,
Y de gloria y de amores suspiraba.

Hay una voz secreta, un dulce canto,
Que el alma sólo recogida entiende,
Un sentimiento misterioso y santo,
Que del barro al espíritu desprende;
Agreste, vago y solitario encanto
Que en inefable amor el alma enciende,
Volando tras la imagen peregrina
El corazón de su ilusión divina.

Yo, desterrado en extranjera playa,
Con los ojos extático seguía
La nave audaz que en argentado raya
Volaba al puerto de la patria mía:
Yo, cuando en Occidente el sol desmaya,
Solo y perdido en la arboleda umbría,
Oír pensaba el armonioso acento
De una mujer, al suspirar del viento.

¡Una mujer!  En el templado rayo
De la mágica luna se colora,
Del sol poniente al lánguido desmayo
Lejos entre las nubes se evapora;
Sobre las cumbres que florece Mayo
Brilla fugaz al despuntar la aurora,
Cruza tal vez por entre el bosque umbrío,
Juega en las aguas del sereno río.

¡Una mujer!  Deslizase en el cielo
Allá en la noche desprendida estrella,
Si aroma el aire recogió en el suelo,
Es el aroma que le presta ella.
Blanca es la nube que en callado vuelo
Cruza la esfera, y que su planta huella,
Y en la tarde la mar olas le ofrece
De plata y de zafir, donde se mece.

Mujer que amor en su ilusión figura,
Mujer que nada dice a los sentidos,
Ensueño de suavísima ternura,
Eco que regaló nuestros oídos;
De amor la llama generosa y pura,
Los goces dulces del amor cumplidos,
Que engalana la rica fantasía,
Goces que avaro el corazón ansía:

¡Ay! aquella mujer, tan sólo aquélla,
Tanto delirio a realizar alcanza,
Y esa mujer tan cándida y tan bella
Es mentida ilusión de la esperanza:
Es el alma que vívida destella
Su luz al mundo cuando en él se lanza,
Y el mundo, con su magia y galanura
Es espejo no más de su hermosura:

Es el amor que al mismo amor adora,
El que creó las Sílfides y Ondinas,
La sacra ninfa que bordando mora
Debajo de las aguas cristalinas:
Es el amor que recordando llora
Las arboledas del Edén divinas:
Amor de allí arrancado, allí nacido,
Que busca en vano aquí su bien perdido.

¡Oh llama santa! ¡celestial anhelo!
¡Sentimiento purísimo! ¡memoria
Acaso triste de un perdido cielo,
Quizá esperanza de futura gloria!
¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!
¡Oh qué mujer! ¡qué imagen ilusoria
Tan pura, tan feliz, tan placentera,
Brindó el amor a mi ilusión primera!...

¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡Ah! ¿dónde estáis que no corréis a mares?
¿Por qué, por qué como en mejores días,
No consoláis vosotras mis pesares?
¡Oh! los que no sabéis las agonías
De un corazón que penas a millares
¡Ay! desgarraron y que ya no llora,
¡Piedad tened de mi tormento ahora!

¡Oh dichosos mil veces, sí, dichosos
Los que podéis llorar! y ¡ay! sin ventura
De mí, que entre suspiros angustiosos
Ahogar me siento en infernal tortura.
¡Retuércese entre nudos dolorosos
Mi corazón, gimiendo de amargura!
También tu corazón, hecho pavesa,
¡Ay! llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!

¿Quién pensara jamás, Teresa mía,
Que fuera eterno manantial de llanto,
Tanto inocente amor, tanta alegría,
Tantas delicias y delirio tanto?
¿Quién pensara jamás llegase un día
En que perdido el celestial encanto
Y caída la venda de los ojos,
Cuanto diera placer causara enojos?

Aun parece, Teresa, que te veo
Aérea como dorada mariposa,
Ensueño delicioso del deseo,
Sobre tallo gentil temprana rosa,
Del amor venturoso devaneo,
Angélica, purísima y dichosa,
Y oigo tu voz dulcísima y respiro
Tu aliento perfumado en tu suspiro.

Y aún miro aquellos ojos que robaron
A los cielos su azul, y las rosadas
Tintas sobre la nieve, que envidiaron
Las de Mayo serenas alboradas:
Y aquellas horas dulces que pasaron
Tan breves, ¡ay! como después lloradas,
Horas de confianza y de delicias,
De abandono y de amor y de caricias.

Que así las horas rápidas pasaban,
Y pasaba a la par nuestra ventura;
Y nunca nuestras ansias la contaban,
Tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.
Las horas ¡ay! huyendo nos miraban
Llanto tal vez vertiendo de ternura;
Que nuestro amor y juventud veían,
Y temblaban las horas que vendrían.

Y llegaron en fin: ¡oh! ¿quién impío
¡Ay! agostó la flor de tu pureza?
Tú fuiste un tiempo cristalino río,
Manantial de purísima limpieza;
Después torrente de color sombrío
Rompiendo entre peñascos y maleza,
Y estanque, en fin, de aguas corrompidas,
Entre fétido fango detenidas.

¿Cómo caiste despeñado al suelo,
Astro de la mañana luminoso?
Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo
A este valle de lágrimas odioso?
Aún cercaba tu frente el blanco velo
Del serafín, y en ondas fulguroso
Rayos al mando tu esplendor vertía,
Y otro cielo el amor te prometía.

Mas ¡ay! que es la mujer ángel caído,
O mujer nada más y lodo inmundo,
Hermoso ser para llorar nacido,
O vivir como autómata en el mundo.
Sí, que el demonio en el Edén perdido,
Abrasara con fuego del profundo
La primera mujer, y ¡ay! aquel fuego
La herencia ha sido de sus hijos luego.

Brota en el cielo del amor la fuente,
Que a fecundar el universo mana,
Y en la tierra su límpida corriente
Sus márgenes con flores engalana.
Mas ¡ay! huid: el corazón ardiente
Que el agua clara por beber se afana,
Lágrimas verterá de duelo eterno,
Que su raudal lo envenenó el infierno.

Huid, si no queréis que llegue un día
En que enredado en retorcidos lazos
El corazón con bárbara porfía
Luchéis por arrancároslo a pedazos:
En que al cielo en histérica agonía
Frenéticos alcéis entrambos brazos,
Para en vuestra impotencia maldecirle,
Y escupiros, tal vez, al escupirle.

Los años ¡ay! de la ilusión pasaron,
Las dulces esperanzas que trajeron
Con sus blancos ensueños se llevaron,
Y el porvenir de oscuridad vistieron:
Las rosas del amor se marchitaron,
Las flores en abrojos convirtieron,
Y de afán tanto y tan soñada gloria
Sólo quedó una tumba, una memoria.

¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento
Un pesar tan intenso!  Embarga impío
Mi quebrantada voz mi sentimiento,
Y suspira tu nombre el labio mío.
Para allí su carrera el pensamiento,
Hiela mi corazón punzante frío,
Ante mis ojos la funesta losa,
Donde vil polvo tu bondad reposa.

Y tú, feliz, que hallastes en la muerte
Sombra a que descansar en tu camino,
Cuando llegabas, mísera, a perderte
Y era llorar tu único destino:
¡Cuando en tu frente la implacable suerte
Grababa de los réprobos el sino!
Feliz, la muerte te arrancó del suelo,
Y otra vez ángel, te volviste al cielo.

Roída de recuerdos de amargura,
Árido el corazón, sin ilusiones,
La delicada flor de tu hermosura
Ajaron del dolor los aquilones:
Sola, y envilecida, y sin ventura,
Tu corazón secaron las pasiones:
Tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran
Y hasta el nombre de madre te negaran.

Los ojos escaldados de tu llanto,
Tu rostro cadavérico y hundido;
único desahogo en tu quebranto,
El histérico ¡ay! de tu gemido:
¿Quién, quién pudiera en infortunio tanto
Envolver tu desdicha en el olvido,
Disipar tu dolor y recogerte
En su seno de paz? ¡Sólo la muerte!

¡Y tan joven, y ya tan desgraciada!
Espíritu indomable, alma violenta,
En ti, mezquina sociedad, lanzada
A romper tus barreras turbulenta.
Nave contra las rocas quebrantada,
Allá vaga, a merced de la tormenta,
En las olas tal vez náufraga tabla,
Que sólo ya de sus grandezas habla.

Un recuerdo de amor que nunca muere
Y está en mi corazón: un lastimero
Tierno quejido que en el alma hiere,
Eco suave de su amor primero:
¡Ay de tu luz, en tanto yo viviere,
Quedará un rayo en mí, blanco lucero,
Que iluminaste con tu luz querida
La dorada mañana de mi vida!

Que yo, como una flor que en la mañana
Abre su cáliz al naciente día,
¡Ay, al amor abrí tu alma temprana,
Y exalté tu inocente fantasía,
Yo inocente también ¡oh!, cuán ufana
Al porvenir mi mente sonreía,
Y en alas de mi amor, ¡con cuánto anhelo
Pensé contigo remontarme al cielo!

Y alegre, audaz, ansioso, enamorado,
En tus brazos en lánguido abandono,
De glorias y deleites rodeado
Levantar para ti soñé yo un trono:
Y allí, tú venturosa y yo a tu lado.
Vencer del mundo el implacable encono,
Y en un tiempo, sin horas ni medida,
Ver como un sueño resbalar la vida.

¡Pobre Teresa!  Cuando ya tus ojos
Áridos ni una lágrima brotaban;
Cuando ya su color tus labios rojos
En cárdenos matices se cambiaban;
Cuando de tu dolor tristes despojos
La vida y su ilusión te abandonaban,
Y consumía lenta calentura,
Tu corazón al par de tu amargura;

Si en tu penosa y última agonía
Volviste a lo pasado el pensamiento;
Si comparaste a tu existencia un día
Tu triste soledad y tu aislamiento;
Si arrojó a tu dolor tu fantasía
Tus hijos ¡ay! en tu postrer momento
A otra mujer tal vez acariciando,
Madre tal vez a otra mujer llamando;

Si el cuadro de tus breves glorias viste
Pasar como fantástica quimera,
Y si la voz de tu conciencia oíste
Dentro de ti gritándole severa;
Si, en fin, entonces tú llorar quisiste
Y no brotó una lágrima siquiera
Tu seco corazón, y a Dios llamaste,
Y no te escuchó Dios, y blasfemaste;

¡Oh! ¡cruel! ¡muy cruel! ¡martirio horrendo!
¡Espantosa expiación de tu pecado,
Sobre un lecho de espinas, maldiciendo,
Morir, el corazón desesperado!
Tus mismas manos de dolor mordiendo,
Presente a tu conciencia lo pasado,
Buscando en vano, con los ojos fijos,
Y extendiendo tus brazos a tus hijos.

¡Oh! ¡cruel! ¡muy cruel!... ¡Ay! yo entretanto
Dentro del pecho mi dolor oculto,
Enjugo de mis párpados el llanto
Y doy al mundo el exigido culto;
Yo escondo con vergüenza mi quebranto,
Mi propia pena con mi risa insulto,
Y me divierto en arrancar del pecho
Mi mismo corazón pedazos hecho.

Gocemos, sí; la cristalina esfera
Gira bañada en luz: ¡bella es la vida!
¿Quién a parar alcanza la carrera
Del mundo hermoso que al placer convida?
Brilla radiante el sol, la primavera
Los campos pinta en la estación florida;
Truéquese en risa mi dolor profundo...
Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?
Cantar a ese gigante soberano
Que al soplo de su espíritu fecundo
Hizo triunfar el pensamiento humano,
Arrebatando al mar un nuevo mundo;
Cantar al que fue sabio entre los sabios,
Cantar al débil que humilló a los grandes,
Nunca osarán mi lira ni mis labios.
Forman su eterno pedestal los Andes,
El Popocatepelt su fe retrata,
Las pampas son sus lechos de coronas,
Su majestad refleja el Amazonas,
Y un himno a su poder tributa el Plata.

No es la voz débil que al vibrar expira,
La digna de su nombre; ¿puede tanto
La palabra fugaz?... ¿Quién no lo admira?
La mar, la inmensa mar, ésa es su lira,
Su Homero el sol, la tempestad su canto.

Cuando cual buzo audaz, mi pensamiento
Penetra del pasado en las edades,
Y mira bajo el ancho firmamento
De América las vastas soledades:
El inca dando al sol culto ferviente,
El araucano indómito y bravío,
El azteca tenaz que afirma el trono,
Adunando al saber el poderío:
¡A cuántas reflexiones me abandono!...
Todas esas sabanas calentadas
Por la luz tropical, llenas de flores,
Con sus selvas incultas, y sus bosques
Llenos de majestad; con sus paisajes
Cerrados por azules horizontes,
Sus montes de granito,
Sus volcanes de nieve coronados,
Semejando diamantes engarzados
En el esmalte azul del infinito;

Las llanuras soberbias e imponentes,
Que puebla todavía
En la noche sombría
El eco atronador de los torrentes;
Los hondos ventisqueros,
Las cordilleras siempre amenazantes,
Y al aire sacudiéndose arrogantes,
Abanicos del bosque, los palmeros;
No miro con mi ardiente fantasía
Sólo una tierra virgen que podría
Ser aquel legendario paraíso
Que sólo Adán para vivir tenía;
Miro las nuevas fecundantes venas
De un mundo a las grandezas destinado,
Con su Esparta y su Atenas,
Tan grande y tan feliz como ignorado.
Para poder cantarlo, busca el verso
Una lira con cuerdas de diamante,
Por único escenario el Universo,
Voz de huracán y aliento de gigante.

Que destrence la aurora
Sus guedejas de rayos en la altura:
Que los tumbos del mar con voz sonora
Pueblen con ecos dulces la espesura:
Que las aves del trópico, teñidas
Sus alas en el iris, su contento
Den con esas cadencias tan sentidas
Que van de selva en selva repetidas
Sobre las arpas que columpia el viento.
Venid conmigo a descorrer osados
El velo de los siglos ya pasados.

Tuvo don Juan Segundo
En Isabel de Portugal, la bella,
Un ángel, que más tarde fue la estrella
Que guió a Colón a descubrir un mundo.
El claro albor de su niñez tranquila
Se apagó en la tristeza y en el llanto.
En el triste y oscuro monasterio
Donde, envuelta en el luto y el misterio,
Fue Blanca de Borbón a llorar tanto.
Allí Isabel fortaleció su mente,
Y aquel claustro de Arévalo imponente
Fe le dio para entrar al mundo humano,
Dio vigor a su espíritu intranquilo,
Fue su primer asilo soberano,
Cual la Rábida fue primer asilo
Del Vidente del mundo americano.
Muerto Alfonso, su hermano,
En el convento de Ávila se encierra,
Y hasta allí van los grandes de la tierra,
Llenos de amor, a disputar su mano.
Ella da el triunfo de su amor primero
A su igual en grandeza y en familia,
Al que, rey de Sicilia,
Es de Aragón el príncipe heredero.
A tan gentil pareja
Con ensañado afán persigue y veja
De Enrique Cuarto la orgullosa corte;
Pero palpita el alma castellana
Que de Isabel en la gentil persona,
Más que la majestad de la corona,
Ve la virtud excelsa y soberana.
La España en Guadalete decaída,
Y luego en Covadonga renacida,
No vuelve a unirse, ni por grande impera,
Hasta que ocupa, sin rencor ni encono,
De Berenguela y Jaime el áureo trono,
El genio augusto de Isabel Primera.
Grande en su sencillez, es cual la aurora
Que al asomarse, todo lo ilumina;
Humilde en su piedad, cual peregrina
Va al templo en cada triunfo, y reza, y llora;
Nada a su gran espíritu le agobia:
Desbarata en Segovia
La infiel conjuración: libra a Toledo,
Fija de las costumbres la pureza,
El crimen blasonando en la nobleza
Castiga, vindicando al pueblo ibero:
Por todos con el alma bendecida,
Por todos con el alma idolatrada,
Rinde y toma vencida,
Edén de amores, la imperial Granada.
Dejadme que venere
A esa noble mujer... Llegóse un dia
En que un errante loco le pedía,
Ya por todos los reyes desdeñado,
Buscar un hemisferio, que veía
Allá en sus sueños por el mar velado.
No intento escudriñar el pensamiento
Del visionario que a Isabel se humilla.
¿La América es la Antilla
En que soñó Aristóteles? ¿La
Atlántida
Que Platón imagina en su deseo,
Y menciona en su diálogo el Timeo?
¿Escandinavos son los navegantes
Que cinco siglos antes
De que el insigne genovés naciera,
Fijo en Islandia su anhelar profundo,
Al piélago se arrojan animados,
Y son por ruda tempestad lanzados
A la región boreal del Nuevo Mundo?...
¡Yo no lo sé! Se ofusca la memoria
Entre la noche de la edad pasada;
Sólo hay tras esa noche una alborada:
Isabel y Colón: ¡la Fe y la Gloria!
¡Cuántos hondos martirios, cuántas penas
Sufrió Colón! ¡El dolo y la perfidia
Le siguen por doquier! ¡La negra envidia
Al vencedor del mar puso cadenas!
Maldice a Bobadilla y a Espinosa
La humanidad que amamantarlos plugo...
¡El hondo mar con voz estrepitosa
Aun grita maldición para el verdugo!
El mundo descubierto,
A hierro y viva sangre conquistado,
¿Fue solamente un lóbrego desierto?
¿Vive? ¿palpita? ¿crece? ¿ha progresado?
¡Ah sí! Tended la vista... Cien naciones,
Grandes en su riqueza y poderío,
Responden con sonoras pulsaciones
Al eco tosco del acento mío.
El suelo que Cortés airado y fiero,
Holló con planta osada,
Templando lo terrible de su espada
La dulzura y bondad del misionero,
Cual tuvo en Cuauhtemoc, que al mundo asombra
Tuvo después cien héroes: un Hidalgo,
Cuya palabra sempiterna vibra;
Un Morelos, en genio esplendoroso;
¡Un Juárez, el coloso
Que de la Europa y su invasión lo libra!
Bolívar, en Santa Ana y Carabobo,
Y en Ayacucho Sucre, son dos grandes,
Son dos soles de América en la historia,
Que tienen hoy por pedestal de gloria
Las cumbres gigantescas de los Andes.
¡Junín! el solo nombre
De esta epopeya mágica engrandece
El lauro inmarcesible de aquel hombre,
Que un semidiós al combatir parece.
Sucre, Silva, Salom, Córdoba y Flores,
Colombia, Lima, Chile, Venezuela,
En el Olimpo para todos vuela
La eterna fama, y con amor profundo
La ciñe eterna y fúlgida aureola:
¡Gigantes de la América española,
Hoy tenéis por altar al Nuevo Mundo!
Ningún rencor nuestro cariño entraña:
Del Chimborazo, cuya frente baña
El astro que a Colombia vivifica,
A la montaña estrella,
Que frente al mar omnipotente brilla,
Resuena dulce, sonorosa y bella
El habla de Castilla:
Heredamos su arrojo, su fe pura,
Su nobleza bravía.

¡Oh, España! juzgo mengua
Lanzarte insultos con tu propia lengua;
Que no cabe insultar a la hidalguía.
En nombre de Isabel, justa y piadosa,
En nombre de Colón, ningún agravio
Para manchar tu historia esplendorosa
Verás brotar de nuestro humilde labio.
¡A Colón, a Isabel el lauro eterno!
Abra el Olimpo su dorada puerta,
Y ofrezca un trono a su sin par grandeza:
Resuene en nuestros bosques el arrullo
Del aura errante entre doradas pomas:
Las flores en capullo
Denles por grato incienso sus aromas:
El volcán, pebetero soberano,
Arda incesante en blancas aureolas,
Y un himno cadencioso el mar indiano
Murmure eterno con sus verdes olas...
El universo en coro
Con arpas de cristal, con liras de oro,
Al ver a los latinos congregados,
Ensalce ante los pueblos florecientes
Por la América misma libertados,
Aquellos genios, soles esplendentes
De Colón e Isabel, y con profundo
Respeto santo y con amor bendito,
Libre, sereno, eterno, sin segundo,
Resuene sobre el Cosmos este grito:
¡Gloria al descubridor del Nuevo Mundo!
¡Gloria a Isabel, por quien miró cumplida
Su gigantesca empresa soberana!
¡Gloria, en fin, a la tierra prometida,
La libre y virgen tierra americana!
León de Greiff  Jun 2017
Ínsula
Grave símbolo esquivo.
Grave símbolo esquivo, nocturna
torva idea en el caos girando.
Hámlet frío que nada enardece.
Aquí, allá, va la sombra señera,
allá, aquí, señorial, taciturna,
(señorial, hiperbóreo, elusivo):
fantasmal Segismundo parece
y harto asaz metafísico, cuando
cruza impávido el árida esfera.

Grave símbolo huraño.
Grave símbolo huraño, fantasma
vagueante por muelle archipiélago
-bruma ingrave y caletas de nube
y ensenadas y fjords de neblina-.
Grave símbolo hermético: pasma
su presciencia del huésped de ogaño,
su pergenio de gríseo querube
(del calígene caos murciélago)
vagueante en la onda opalina.

Más lontano que nunca.
Más lontano que nunca. Más solo
que si fuese ficción. Puro endriago
y entelequia y emblema cerébreo:
del antártico al ártico Polo
sombra aciaga de atuendo fatal
-exhumada de cúya espelunca?-,
gris fantasma lucífugo y vago
por el fondo angoroso, tenébreo,
que sacude hosco viento abisal.

Más lontano jamás.
Más lontano jamás. Ciego, mudo,
mares surca y océanos hiende
metafísicos: mástil de roble
que no curva el henchido velamen,
ni el de Zeus zig-zag troza crudo...,
ni se abate ante el tedio, quizás.
Más lontano jamás: Fosco, inmoble
De su hito insular no desciende
y aunque voces lascivas lo llamen.

Juglar ebrio de añejo y hodierno
mosto clásico o filtros letales.
Si Dionisos o Baco.
Baco rubio o Dionysos de endrino
crespo casco de obscuro falerno.
Trovador para el lay venusino.
Juglar ebrio de bocas o vino:
me dominan las fuerzas sensuales
-hondo amor o femíneo arrumaco-
trovador, amadís sempiterno.
Me saturan los zumos fatales
-denso aroma, perfume calino-
del ajenjo de oriente opalino.

Casiopeia de luz que amortigua
fonje niebla, tul fosco de bruma,
copo blándulo, flor de la espuma,
cendal níveo y aéreo...
Cendal níveo y aéreo... La ambigua
color vaga que apenas se esfuma
si aparece... fugaz Casiopeia
peregnina, la errátil Ligeia,
la de hoy y de ayer y la antigua
-entre un vaho letal, deletéreo... -

Casiopeia con ojos azules,
Elsa grácil y esbelta,
Elsa grácil y esbelta, Elsa blonda!
-si morena Xatlí, la lontana-.
Elsa blonda y esbelta, Elsa grácil!
Casiopeia en el mar! Quién Ulises
de esa núbil Calypso! Odiseo
de esa ingrávida Circe temprana
-blonda, ebúrnea y pueril!- Impoluta
Casiopeia -auniendnino su delta-.
Nea Aglae ni arisca ni fácil...
Casiopeia triscando en la onda,
Casiopeia en la playa! Sus gules
labios húmidos son los de Iseo!
Oh Tristán! de las sienes ya grises!
Oh Tristán!: con tus ojos escruta:
¿ves la nao en la linde lontana?

Turbio afán o morboso deseo
sangre y carne y espíritu incendie.
Ebrio en torno -falena-.
Ebrio en torno -falena piróvaga-
ronde, al cálido surco: Leteo
que el orsado senil vilipendie
si antes fuera la misma giróvaga...
-si ayer Paris de Helena la helena,
si ayer Paris, rival de Romeo... -
Turbio afán y deseo sin lindes,
siempre, oh Vida, me infundas y brindes!

Cante siempre a mi oído.
Cante siempre a mi oído la tibia
voz fragante de Circe y Onfalia.
Siempre séanme sólo refugio
pulcro amor y acendrada lascivia.
Bruna endrina de muslos de dahlia,
rubia láctea de ardido regazo!
Lejos váyase el frío artilugio
cerebral ante el lúbrico abrazo!

Casiopeia, los ojos de alinde
muy más tersos que vívidas gémulas
irradiantes: la frente de argento
-flava crencha a su frente,
flava crencha a su frente las alas
si a las róseas orejas los nidos;
frágil cinto; el eréctil portento
par sin par retador e insurgente;
frágil cinto que casi se rinde
de qué hechizo al agobio -tan grato-.
En sus ojos giraban sus émulas
-danzarinas lontanas y trémulas-:
estrellada cohorte: de Palas
la sapiencia, en sus ojos dormidos.
De Afrodita posesa el acento
caricioso. Medea furente...
Salomé, la bacante demente...

Casiopeia danzando.
Casiopeia danzando en la sombra
vagueante, irisada de ópalos:
nefelíbata al són de inasible
rumor lieto, velada armonía
cuasi muda y susurro inaudible
(muelle y tibio, melífico y blando)
para torpes oídos: que asombra
con febril sortilegio, si tópalos
sabio oído: les sigue, les halla,
les acoge, goloso, en su malla,
y en gozarlos su ser se extasía.

Casiopeia de luz.
Casiopeia de luz inexhausta,
halo blondo en el mar de zafiro,
rubia estrella en el mar de abenuz.
Irreal concreción de la eterna
maravilla del cosmos: su fausta
lumbre, siempre, y en éxtasis, miro
de la hórrida, absurda caverna
poeana o guindado en mi cruz.

Casiopeia, eternal Casiopeia,
sutil símbolo, lis, donosura;
su luz fausta y su música, hechizo
de sortílega acción obsesora
e inebriante, muy más que la obscura
flor dormida en las redes del rizo
toisón, urna que ensueño atesora
y el hastío a la vez: Casiopeia
peregrina, la errátil Ligeia,
la de hoy y de ayer y ventura...
Che fai tu, luna, in ciel? Dimmi, che fai,
Silenziosa luna?
Sorgi la sera, e vai,
Contemplando i deserti; indi ti posi.
Ancor non sei tu paga
Di riandare i sempiterni calli?
Ancor non prendi a schivo, ancor sei vaga
Di mirar queste valli?
Somiglia alla tua vita
La vita del pastore.
Sorge in sul primo albore;
Move la greggia oltre pel campo, e vede
Greggi, fontane ed erbe;
Poi stanco si riposa in su la sera:
Altro mai non ispera.
Dimmi, o luna: a che vale
Al pastor la sua vita,
La vostra vita a voi? Dimmi: ove tende
Questo vagar mio breve,
Il tuo corso immortale?
Vecchierel bianco, infermo,
Mezzo vestito e scalzo,
Con gravissimo fascio in su le spalle,
Per montagna e per valle,
Per sassi acuti, ed alta rena, e fratte,
Al vento, alla tempesta, e quando avvampa
L'ora, e quando poi gela,
Corre via, corre, anela,
Varca torrenti e stagni,
Cade, risorge, e più e più s'affretta,
Senza posa o ristoro,
Lacero, sanguinoso; infin ch'arriva
Colà dove la via
E dove il tanto affaticar fu volto:
Abisso orrido, immenso,
Ov'ei precipitando, il tutto obblia.
Vergine luna, tale
È la vita mortale.
Nasce l'uomo a fatica,
Ed è rischio di morte il nascimento.
Prova pena e tormento
Per prima cosa; e in sul principio stesso
La madre e il genitore
Il prende a consolar dell'esser nato.
Poi che crescendo viene,
L'uno e l'altro il sostiene, e via pur sempre
Con atti e con parole
Studiasi fargli core,
E consolarlo dell'umano stato:
Altro ufficio più grato
Non si fa da parenti alla lor prole.
Ma perché dare al sole,
Perché reggere in vita
Chi poi di quella consolar convenga?
Se la vita è sventura
Perché da noi si dura?
Intatta luna, tale
È lo stato mortale.
Ma tu mortal non sei,
E forse del mio dir poco ti cale.
Pur tu, solinga, eterna peregrina,
Che sì pensosa sei, tu forse intendi,
Questo viver terreno,
Il patir nostro, il sospirar, che sia;
Che sia questo morir, questo supremo
Scolorar del sembiante,
E perir dalla terra, e venir meno
Ad ogni usata, amante compagnia.
E tu certo comprendi
Il perché delle cose, e vedi il frutto
Del mattin, della sera,
Del tacito, infinito andar del tempo.
Tu sai, tu certo, a qual suo dolce amore
Rida la primavera,
A chi giovi l'ardore, e che procacci
Il verno cò suoi ghiacci.
Mille cose sai tu, mille discopri,
Che son celate al semplice pastore.
Spesso quand'io ti miro
Star così muta in sul deserto piano,
Che, in suo giro lontano, al ciel confina;
Ovver con la mia greggia
Seguirmi viaggiando a mano a mano;
E quando miro in cielo arder le stelle;
Dico fra me pensando:
A che tante facelle?
Che fa l'aria infinita, e quel profondo
Infinito seren? Che vuol dir questa
Solitudine immensa? Ed io che sono?
Così meco ragiono: e della stanza
Smisurata e superba,
E dell'innumerabile famiglia;
Poi di tanto adoprar, di tanti moti
D'ogni celeste, ogni terrena cosa,
Girando senza posa,
Per tornar sempre là donde son mosse;
Uso alcuno, alcun frutto
Indovinar non so. Ma tu per certo,
Giovinetta immortal, conosci il tutto.
Questo io conosco e sento,
Che degli eterni giri,
Che dell'esser mio frale,
Qualche bene o contento
Avrà fors'altri; a me la vita è male.
O greggia mia che posi, oh te beata,
Che la miseria tua, credo, non sai!
Quanta invidia ti porto!
Non sol perché d'affanno
Quasi libera vai;
Ch'ogni stento, ogni danno,
Ogni estremo timor subito scordi;
Ma più perché giammai tedio non provi.
Quando tu siedi all'ombra, sovra l'erbe,
Tu sè queta e contenta;
E gran parte dell'anno
Senza noia consumi in quello stato.
Ed io pur seggo sovra l'erbe, all'ombra,
E un fastidio m'ingombra
La mente, ed uno spron quasi mi punge
Sì che, sedendo, più che mai son lunge
Da trovar pace o loco.
E pur nulla non bramo,
E non ** fino a qui cagion di pianto.
Quel che tu goda o quanto,
Non so già dir; ma fortunata sei.
Ed io godo ancor poco,
O greggia mia, né di ciò sol mi lagno.
Se tu parlar sapessi, io chiederei:
Dimmi: perché giacendo
A bell'agio, ozioso,
S'appaga ogni animale;
Me, s'io giaccio in riposo, il tedio assale?
Forse s'avess'io l'ale
Da volar su le nubi,
E noverar le stelle ad una ad una,
O come il tuono errar di giogo in giogo,
Più felice sarei, dolce mia greggia,
Più felice sarei, candida luna.
O forse erra dal vero,
Mirando all'altrui sorte, il mio pensiero:
Forse in qual forma, in quale
Stato che sia, dentro covile o cuna,
È funesto a chi nasce il dì natale.
Cara beltà che amore
Lunge m'inspiri o nascondendo il viso,
Fuor se nel sonno il core
Ombra diva mi scuoti,
O nè campi ove splenda
Più vago il giorno e di natura il riso;
Forse tu l'innocente
Secol beasti che dall'oro ha nome,
Or leve intra la gente
Anima voli? O te la sorte avara
Ch'a noi t'asconde, agli avvenir prepara?
Viva mirarti omai
Nulla spene m'avanza;
S'allor non fosse, allor che ignudo e solo
Per novo calle a peregrina stanza
Verrà lo spirto mio. Già sul novello
Aprir di mia giornata incerta e bruna,
Te viatrice in questo arido suolo
Io mi pensai. Ma non è cosa in terra
Che ti somigli; e s'anco pari alcuna
Ti fosse al volto, agli atti, alla favella,
Saria, così conforme, assai men bella.
Fra cotanto dolore
Quanto all'umana età propose il fato,
Se vera e quale il mio pensier ti pinge,
Alcun t'amasse in terra, a lui pur fora
Questo viver beato:
E ben chiaro vegg'io siccome ancora
Seguir loda e virtù qual nè prim'anni
L'amor tuo mi farebbe. Or non aggiunse
Il ciel nullo conforto ai nostri affanni;
E teco la mortal vita saria
Simile a quella che nel cielo india.
Per le valli, ove suona
Del faticoso agricoltore il canto,
Ed io seggo e mi lagno
Del giovanile error che m'abbandona;
E per li poggi, ov'io rimembro e piagno
I perduti desiri, e la perduta
Speme dè giorni miei; di te pensando,
A palpitar mi sveglio. E potess'io,
Nel secol tetro e in questo aer nefando,
L'alta specie serbar; che dell'imago,
Poi che del ver m'è tolto, assai m'appago.
Se dell'eterne idee
L'una sei tu, cui di sensibil forma
Sdegni l'eterno senno esser vestita,
E fra caduche spoglie
Provar gli affanni di funerea vita;
O s'altra terra nè superni giri
Frà mondi innumerabili t'accoglie,
E più vaga del Sol prossima stella
T'irraggia, e più benigno etere spiri;
Di qua dove son gli anni infausti e brevi,
Questo d'ignoto amante inno ricevi.
Ojos dulces y claros, de gracia peregrina,
Más bellos que los ojos cantados por Cetina,
Ojos dulces y claros, de gracia peregrina;

Mano exangüe y sedeña, mano sedeña y breve,
Donde duerme la casta blancura de la nieve,
Mano exangüe y sedeña, mano sedeña y breve;

Labios rojos cual pétalos de rosa purpurina,
Labios rojos que un claro resplandor ilumina,
Labios rojos cual pétalos de rosa purpurina;

Ojos que sois fanales en mi noche, ojos claros,
Labios rojos y manos cual mármoles de Paros,
Dejadme de rodillas y en éxtasis besaros.
El bosque centenario
En sus antros encierra
Ese silencio eterno que acompaña
A las salvajes pompas de la América.

En el espeso toldo
Que al sol el paso niega,
Los cenzontles que cantan en las noches,
De rama en rama sin zozobras vuelan.

Y el cardenal errante,
Y el colibrí de seda,
Al beso de las tibias alboradas,
Dando celos al iris, juguetean.

De las copas más altas,
Como argentadas hebras,
Las canas de los viejos ahuehuetes
Dan a los vientos sus robustas crenchas.

Y revistiendo el tronco
De secular corteza,
Matizando sus tronos de esmeralda,
Se abre a la luz la trepadora hiedra.

Tapiza el suelo un musgo
Que ni el verano seca,
Donde recoge el aire en las mañanas
Un sempiterno olor a flores nuevas.

El bosque centenario
En su extensión inmensa
Repercute en las tardes los acentos
Más dulces de los cánticos aztecas.

Las voces de una raza
Peregrina y guerrera
Que va dejando con su sangre hirviente
De su incesante caminar las huellas.

Y vagan esas notas
Dulcísimas y tiernas,
Enseñando a los pájaros salvajes
Tristes y melancólicas cadencias.

Las repite el cenzontle
En la noche serena,
Cuando la luna en el azul espacio
El heno de los árboles platea.

Las dice la calandria,
El clarín las remeda,
Y en las tardes de mayo los jilgueros
Trovan los himnos de su amor con ellas.

Y cuando en tristes horas
De lluvia y de tinieblas
La tempestad su carro de relámpagos
Sobre los viejos árboles pasea,

Y con ojos de llamas
La lechuza agorera
Predice la catástrofe y la muerte
Como alada Sibila de la selva,

Cuando los vientos rugen,
Cuando los troncos tiemblan
Y cual cinta de lumbre en ***** abismo
El rayo retumbando culebrea,

En el fondo del bosque,
Rasgando las tinieblas,
Se oye dulcísima y doliente
Que canta melancólicas endechas.

Son las notas de un arpa
De misteriosas cuerdas
En que surgen estrofas no aprendidas
Cuando calla el placer y hablan las penas.

Las extrañas canciones
Entre la sombra vuelan,
Mezclándose del viento a los rugidos
Y al sordo rebramar de la tormenta.

Vagan en el ramaje,
Cruzan por la maleza,
Y el paso no les corta la falange
De sabinos cual mudos centinelas.

Se extienden en los lagos
De superficie tersa
Donde crecen los juncos cimbradores
Y sus corolas abren las ninfeas.

Cruzan por los maizales
Cuyas cañas esbeltas
Sus hinchadas espigas, a las lluvias
Levantan a los cielos en ofrenda.

¿Quién canta esas canciones?
¿Quién dice esas endechas,
Que ya traspuesto el sol y quieto el mundo
Repiten los cenzontles en la selva?

¿De qué garganta brotan?
¿Quién delira con ellas
Y en la imponente majestad del bosque
En tristísimas horas las eleva?

Mirad, hay en el fondo,
Tras la enramada espesa,
Dominando los altos ahuehuetes
Una montaña de verdor cubierta.

La mano de un gigante
Amontonó sus piedras,
Sobre las cuales fabricó un palacio,
Para propio solaz, un rey azteca.

Son espesos sus muros,
Angostas son sus puertas,
Y parece, mirado desde lejos,
Vetusta cripta en la extensión desierta.

Pega el nopal al muro
Sus espinosas pencas,
Y como cenicientos obeliscos
Los órganos tristísimos lo cercan.

No tiene escudo noble
Tan rara fortaleza,
Ni levadizo puente, ni ancho foso,
Ni rastrillo, ni glacis, ni poterna.

No guarda férreos cascos,
Ni lanzas, ni rodelas,
Ni resonó jamás en sus salones
La armadura brutal de la Edad Media.

Los señores que ha visto
Esgrimen arco y flecha,
Llevan al combatir desnudo el ****
Y adornada con plumas la cabeza.

Obscuros son sus ojos,
Sus cabelleras negras,
Su cutis, siempre al sol, color de trigo,
Sencillas sus costumbres y su lengua.

En tan triste palacio
Con sus damas se hospeda
Siempre sola, llorosa y resignada,
Como un lirio con alma, una princesa.

Y vive sin que nadie
A visitarla venga,
Que por rencor y celos y venganza
Víctima del amor allí la encierran.

Amó, cual amar saben
En su raza, en su tierra,
Las mujeres que encienden sus pupilas
Con la del alma inextinguible hoguera,

Un hermano celoso
De su pasión intensa,
Mató al indio bizarro que formaba
El culto terrenal de la doncella.

Y entonces con la rabia
Que electriza a las fieras,
Cuando el artero cazador destroza
Al cachorro que esconden en la cueva,

Ella tomó en sus manos
La macana de piedra
Y castigó a su hermano con un golpe
Que bien pudo arrancarle la existencia.

El padre, como ejemplo,
Como justa sentencia,
La alejó de su lado y encerróla,
Del viejo bosque en la mansión severa.

Y allí con la alborada,
Cuando la luz despierta,
Cuando en todas las ramas hay cantares
Y alza un himno de amor toda la selva,

Cuando se abren las fibras
Y en sus corolas tiemblan
Los pintados y errantes chupamirtos
Que de sabrosas mieles se alimentan,

Se oye como desciende,
Por las abruptas peñas,
Envuelta en un mantón de blancas plumas,
Seguida de sus damas, la Princesa.

Siempre al pisar el bosque
Toma la misma senda,
Para buscar el sitio apetecido
En que el placer y la delicia encuentra.

Allá, bajo las ramas
Más verdes, más espesas,
Y donde en haces de colores vivos
El sol naciente sus fulgores quiebra,

Engastada en el musgo
Cual líquida turquesa,
Convidando a la vida y al deleite,
Espejo del follaje, está la alberca.

El manantial fecundo
Al fondo borbotea,
Sin que nadie perciba sus rumores
Ni la quietud perturbe de la selva.

Dicen que cuando alguno
Se posa en sus arenas,
Queda encantado y con extraña forma,
Y el que a buscarlo va, jamás lo encuentra.

Por eso todos temen,
Y aún los hombres recelan,
Sumergirse en las ondas cristalinas
De una agua tan azul y tan serena.

Sólo la hermosa joven,
Cuando a los bordes llega,
Fija en el manantial una mirada
Que es la viva expresión de una promesa.

Deja el manto de pluma,
Sus cabellos destrenza,
Y a las caricias púdicas del agua,
Dando tregua al dolor, feliz se entrega.

Y míranse en las ondas
Las formas hechiceras,
Deslizarse flotantes y tranquilas
Como la flor que la corriente lleva.

Si el bello busto asoma,
Sobre los senos ruedan
Las gotas trasparentes y brillantes
Como si fuesen lágrimas o perlas.

Y cuando el cuerpo airoso
Quieto flotando queda,
Parece que el cristal azul y terso,
Enamorado sus contornos besa.

Semeja blanca ondina,
Ruborosa sirena,
Que, con un beso, el sol americano
Quemó su piel y la tornó trigueña.

¿Oís? cantan muy dulce
Las aves de la selva,
Las brisas no estremecen el ramaje,
Ni el heno gris en los sabinos tiembla.

El aire está suspenso,
Ningún rumor se eleva,
Porque en el viejo bosque centenario
Juega desnuda la gentil doncella.


Salta un instante al borde
De la azulosa terma,
Y los encantos que la dio natura
Sin velo encubridor al aire muestra.

Y escúchase de pronto
Un grito de sorpresa,
Cual lo lanzara el que soñó en un cielo
Y al fin, sin esperarlo, lo contempla.

Por el vetusto bosque,
El grito aquel resuena,
Y levanta los ojos espantados
La ninfa que en las aguas se refleja.

Y sin tino, temblando,
Pálida, como muerta,
Descubre entre las ramas de un sabino
De un ser desconocido la cabeza.

Es un amante osado,
Es un guerrero azteca,
Que adora a la doncella y la persigue,
Y hoy en su virgen desnudez la acecha.

Sin conceder más tiempo
De que sus formas vea,
Herida en su pudor la altiva joven
Se sumerge en el agua con violencia.

Y al manantial desciende
Y toca sus arenas,
Y se pierde a los ojos de sus damas
Y el guerrero la busca y no la encuentra.

Cruzaron varios soles
Por la azulada esfera,
Y nadie supo el postrimer destino
De aquella humana y púdica azucena.
Que allí quedó encantada,
Refieren las leyendas,
Y que al mediar los soles y las lunas
Flota sobre la líquida turquesa.

Su nombre ignoran todos,
Nadie ignora sus penas,
Y quedan de sus gracias como espejo
Los movibles cristales de la alberca.
CR  Apr 2014
Non Siete Di Qui
CR Apr 2014
“Be careful walking home,” stout Patricia
told us through a mouthful of affogato.
“The wild boar aren’t out much this time of year but
watch for the porcospini,” she snickered
wickedly,
“the porcupines’ll smell the grappa on your lips.”

my head spun in the moonrise,
the Dutch husband having poured glass
after glass after glass after
at first we were consp—hic
conspiring to cover the taste of the mushroom soup
hic—
don’t stand up just yet

eighteen year old legs for ages and a sweet
American peregrina sundress stupor
dizzy for the first time and feeling the
Tuscan drought on my lingua and in my mani

when I tell the story I remember there being
two dogs asleep under the table
but when they tell the story they
insist there was
only one

*e noi non siamo di qui
¡Con qué artificio tan divino sales
de esa camisa de esmeralda fina,
oh rosa celestial alejandrina,
coronada de granos orientales!

Ya en rubíes te enciendes, ya en corales,
ya tu color a púrpura se inclina
sentada en esa basa peregrina
que forman cinco puntas desiguales.

Bien haya tu divino autor, pues mueves
a su contemplación el pensamiento,
a aun a pensar en nuestros años breves.

Así la verde edad se esparce al viento,
y así las esperanzas son aleves
que tienen en la tierra el fundamento...
Celebró de Amarilis la hermosura
Virgilio en su bucólica divina,
Propercio de su Cintia, y de Corina
Ovidio en oro, en rosa, en nieve pura;
Catulo de su Lesbia la escultura
a la inmortalidad pórfido inclina;
Petrarca por el mundo, peregrina,
constituyó de Laura la figura;
yo, pues Amor me manda que presuma,
de la humilde prisión de tus cabellos,
poeta montañés, con ruda pluma,
Juana, celebraré tus ojos bellos,
que vale más de tu jabón la espuma
que todas ellas, y que todos ellos.

— The End —