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A la luz de la tarde moribunda
Recorro el olvidado cementerio,
Y una dulce piedad mi pecho inunda
Al pensar de la muerte en el misterio.

Del occidente a las postreras luces
Mi errabunda mirada sólo advierte
Los toscos leños de torcidas cruces,
Despojos en la playa de la Muerte.

De madreselvas que el Abril enflora,
Cercado humilde en torno se levanta,
Donde vierte sus lágrimas la aurora,
Y donde el ave, por las tardes, canta.

Corre cerca un arroyo en hondo cauce
Que a trechos lama verdinegra viste,
Y de la orilla se levanta un sauce,
Cual de la Muerte centinela triste.

Y al oír el rumor en la maleza,
Mi mente inquiere, de la sombra esclava,
Si es rumor de la vida que ya empieza,
O rumor de la vida que se acaba.

«¿Muere todo?» me digo. En el instante
Alzarse veo de las verdes lomas,
Para perderse en el azul radiante,
Una blanca bandada de palomas.

Y del bardo sajón el hondo verso,
Verso consolador, mi oído hiere:
No hay muerte porque es vida el universo;
Los muertos no están muertos...  ¡Nada muere!
¡No hay muerte! ¡todo es vida!...
                                                     
El sol que ahora,
Por entre nubes de encendida grana
Va llegando al ocaso, ya es aurora
Para otros mundos, en región lejana.

Peregrina en la sombra, el alma yerra
Cuando un perdido bien llora en su duelo.
Los dones de los cielos a la tierra
No mueren... ¡Tornan de la tierra al cielo!
Si ya llegaron a la eterna vida
Los que a la sima del sepulcro ruedan,
Con júbilo cantemos su partida,
¡Y lloremos más bien por los que quedan!

Sus ojos vieron, en la tierra, cardos,
Y sangraron sus pies en los abrojos...
¡Ya los abrojos son fragantes nardos,
Y todo es fiesta y luz para sus ojos!

Su pan fue duro, y largo su camino,
Su dicha terrenal fue transitoria...
Si ya la muerte a libertarlos vino,
¿Porqué no alzarnos himnos de victoria?
La dulce faz en el hogar querida,
Que fue en las sombras cual polar estrella:
La dulce faz, ausente de la vida,
¡Ya sonríe más fúlgida y más bella!

La mano que posada en nuestra frente,
En horas de dolor fue blanda pluma,
Transfigurada, diáfana, fulgente,
Ya como rosa de Sarón perfuma.

Y los ojos queridos, siempre amados,
Que alegraron los páramos desiertos,
Aunque entre sombras los miréis cerrados,
¡Sabed que están para la luz abiertos!

Y el corazón que nos amó, santuario
De todos nuestros sueños terrenales,
Al surgir de la noche del osario,
Es ya vaso de aromas edenales.

Para la nave errante ya hay remanso;
Para la mente humana, un mundo abierto;
Para los pies heridos... ya hay descanso,
Y para el pobre náufrago... ya hay puerto.
No hay muerte, aunque se apague a nuestros ojos
Lo que dio a nuestra vida luz y encanto;
¡Todo es vida, aunque en míseros despojos
Caiga en raudal copioso nuestro llanto!

No hay muerte, aunque a la tumba a los que amamos
(La frente baja y de dolor cubiertos),
Llevemos a dormir... y aunque creamos
Que los muertos queridos están muertos.

Ni fue su adiós eterna despedida...
Como buscando un sol de primavera
Dejaron las tinieblas de la vida
Por nueva vida, en luminosa esfera.

Padre, madre y hermanos, de fatigas
En el mundo sufridos compañeros,
Grermen fuisteis ayer... ¡hoy sois espigas,
Espigas del Señor en los graneros!

Dejaron su terrena vestidura
Y ya lauro inmortal radia en sus frentes;
Y aunque partieron para excelsa altura,
Con nosotros están... no están ausentes!
Son luz para el humano pensamiento,
Rayo en la estrella y música en la brisa.
¿Canta el aura en las frondas?...  ¡Es su acento!
¿Una estrella miráis?...  ¡Es su sonrisa!

Por eso cuando en horas de amargura
El horizonte ennegrecido vemos,
Oímos como voces de dulzura
Pero de dónde vienen... ¡no sabemos!

¡Son ellos... cerca están!  Y aunque circuya
Luz eterna a sus almas donde moran
En el placer nuestra alegría es suya,
Y en el dolor, con nuestro llanto lloran.

A nuestro lado van.  Son luz y egida
De nuestros pasos débiles e inciertos
No hay muerte...  ¡Todo alienta, todo es vida!
¡Y los muertos queridos no están muertos!

Porque al caer el corazón inerte
Un mundo se abre de infinitas galas,
¡Y como eterno galardón, la Muerte
Cambia el sudario del sepulcro, en alas!
La frente apoyo en la vidriera...
el cielo azul se engalana
y en la fúlgida primavera
canta su canción la mañana.

La mente inclino a lo más hondo
del alma en campos del Ayer;
y marchito miro en el fondo
todo lo que vi florecer.

Soplan auras primaverales
dando más vigor a los músculos.
¡Aquí las brumas otoñales
y el silencio de los crepúsculos!

En el parque crece la yerba
bajo el radiante resplandor.
En el alma todo se enerva
al paso lento del dolor.

Y evoco alegres ilusiones,
campos azules, abrileños;
la juventud con sus canciones
iba entre rosas y entre ensueños.

Fulgurante el cielo reía:
¡Cuán hermoso era el porvenir!
Vino la tarde en pleno día
y todo comenzó a morir.
La frente apoyo en la vidriera...
Verdes árboles, sol radiante
¡Juventud!… ¡también primavera
Fuiste del corazón amante!

¡Días que el alma triste evoca,
alba rosada del amor!
¡Boca que buscaba otra boca,
polen que va de flor en flor!...

En jardines primaverales
las libélulas entre aromas;
rosas rojas en los rosales
y destilando miel las pomas.

Y van surgiendo en un ensueño
amores de la juventud.
Pasan con el labio risueño
en concento de arpa y laúd.

Entonces... retoño y retoño
en los rosales a la aurora...
¡Como lenta bruma de otoño
la tristeza bajando ahora!

En el alma, al ensueño abierta,
algo de antiguo trovador,
y de la vida en la áurea puerta
con sus promesas el Amor.

De la luna la luz de plata
brillaba en el barrio desierto,
y una canción de serenata
subía al balcón entreabierto.

Pendiente la escala de seda
de los barrotes del balcón...
Del pasado ya sólo queda
un rescoldo en el corazón.

Paseos bajo luz de luna
por alamedas de rosales;
dos bocas que el amor aúna
en claras noches estivales...

Entonces... cantos, alegría,
juramentos de eterna fe;
y ahora, gris melancolía
del dichoso tiempo que fue...
La frente apoyo en la vidriera:
en el parque, vestidos blancos,
y amantes en su primavera
bajo los pinos en bancos.

Primeros versos a la amada,
cantos primeros de ilusión...
Son hoy cual queja desolada
en el fondo del corazón.

Tú, flor de la tierra nativa,
de los ojos fuiste embeleso.
Sólo a tu boca, rosa viva,
le dio la muerte el primer beso.

Cuando se recuerda el pasado
hay un deseo de llorar.
¡El árido camino andado
si se pudiera desandar!...

Sombras doloridas que vagan
y esperanzas muertas deploran:
Astros que en tinieblas se apagan
y voces que en silencio lloran!...

A la claridad matutina
fragante erguíase el rosal...
¡ya sobre el agua gris se inclina
la amarilla rama otoñal!...

Una palabra... un juramento...
¿era verdad o era mentira?
Mentira o verdad es tormento
cuando sola el alma suspira.

Se abría a la luz la ventana
en un radioso amanecer,
la ilusión decía: «¡Mañana!»
y el corazón dice: «¡Ayer!».

¡Mañana! ¡Ayer! Polos remotos...
lo que es dolor y lo que salva.
Claros sueños y sueños rotos,
gris de la tarde y luz del alba.

Y el Amor, que en sombras se aleja,
el alma dice: «¿Volverás?»
Y como una lejana queja
se oye en el pasado: «¡Jamás!»

La hiedra fija sus raíces
aún bajo nieve en la piedra.
Recuerdos de días felices:
sois del corazón... ¡siempre hiedra!
Aromadas rosas de Francia
en los casinos y en el Ritz;
Rosas que dais vuestra fragancia
en Montecarlo y en Biarritz.

Reservados de restaurantes;
de vida de goce ansias locas;
El áureo champaña espumante;
temblando de ósculo las bocas.

Nerviosa espera la cita,
Penumbra de la «garconniére»,
Fausto a los pies de Margarita
En el rosado atardecer…

Otra... Extraño acento de arrullo,
honda nostalgia en su mirada,
y severo siempre su orgullo
en su dolor de desterrada.

Su imagen el pasado alegra,
y fijos en la mente están
su traje blanco y su capa negra
en las carreras de Longchamps.

Días lejanos de estudiante,
embriaguez de ideal divino,
El corazón, rosa fragante,
en noches del Barrio Latino...

Midineta bulevardina,
boca roja, frente de lis,
Incitadora, parlanchina,
jilguero alegre de Paris.

Y del «cabaret» la alegría...
¿Era del Rhin o era del Volga?
¿en su vida un misterio había...
¿era su nombre Elisa u Olga?

En otra, del vuelo al arranque,
mirar nostálgico... y ¡pasó!
Muchas veces junto a un estanque
soñando la luna nos vio.

Tú, mejicana-parisina,
de cabellos como aureola
de luz de sol, y habla divina
entre francesa y española.

En la tristeza de un suspiro,
lejos, a la orilla del mar,
una margarita aún te miro
melancólica deshojar.

Húngara triste, flor bohemia,
De ojos miosotis de Danubio:
¡cuán adorable era anemia
En marco de cabello rubio!

Tus pupilas vagas de Isis
fingía decir un adiós;
Y casi exangüe por la tisis
caíste en golpe de tos...
La frente apoyo en la vidriera...
Un claro sol el cielo dora,
riega rosas la primavera...
El otoño en el alma llora.

Se oye como una voz que ruega,
como un gemido de laúd...
¡Es en la tarde que llega
el adiós de la juventud!
«¿Hacia dónde?» dicen todos,
«Otra vez a España?»
                                -«Al centro,
A conquistar nuevas tierras,
Listo el brazo y firme el pecho.
Río arriba, que hay un río
Que vendrá desde muy lejos.
Habrá en sus orillas oro;
Riquezas habrá en su extremo.
Ese río es el camino,
Ante nosotros abierto,
Para la fortuna. ¡Vamos,
Los que no sepáis de miedo!»

«¿Miedo? Nadie lo conoce».
Todos a una dijeron.

Y en ir y venir constante
Es grande alborozo el puerto
De Santa Marta ese día
De Abril de mil y quinientos
Treinta y seis de nuestra Era.
El Licenciado en Derecho
Don Gonzalo de Jiménez
De Quesada, airoso, erecto,
En el casco blancas plumas
Que agita el marino viento;
Con la luciente coraza
Guarnecido el noble pecho,
Y el pendón de Carlos Quinto
En la diestra mano irguiendo,
Ve ante él desfilar su tropa:
Sus hombres son ochocientos;
Y ochenta y cinco jinetes,
Y aborígenes flecheros.

Fray Domingo de Las Casas,
En el aire mañanero
Alza la mano y bendice,
Pidiendo el favor del Cielo.

Todos inclinan la frente,
Y en fila siguen al puerto.
Las lonas y cabrestantes
Aprestan los marineros,
Y cabecean los barcos
En el mar, diáfano espejo.

En carabelas van unos
Y en bergantines ligeros;
Otros partirán por tierra:
Todos de ánimo resuelto.

-«¡Adiós!» -
«¡Adiós!»...
                                    Tras fatigas
Unos, contra el mar violento
Luchando, y sus bergantines
Por ciclones, rotos viendo;
Y los otros, que en el bosque
Van despejando sendero,
En Malambo, sobre el río,
Se unen al fin. Desaliento
Profundo embarga sus almas,
Y en airada voz dijeron:

-«¿Avanzar? ¡Es imposible!
Para el mar nos volveremos».

Don Gonzalo pensativo,
Ante ese gran desconsuelo,
Le dice al Padre Las Casas,
Ante el peligro, sereno:
«Como voz terrena falla,
Habladles con voz de cielo».

En el arenal del río
Que desciende amarillento
Sobre tabla que se apoya
En recién cortados leños,
Un crucifijo se yergue,
Un cáliz y un Evangelio;
Y terminada la misa
Entre alboroto del viento
Y entre el rumor de la selva,
Dice el fraile:

                      «Llegó el tiempo
De que a los reinos de Cristo
Unamos un nuevo reino»

Y se vio trocado en gozo
Entonces el desaliento


¡Río arriba!... Unos por agua,
Otros por tierra. Al estrépito
De las voces de «¡¡Adelante!!»
Se unió el rimbombo del trueno.
Fúlgidos rayos cruzaron
El espacio ceniciento.
Borrose el sol. De las fieras,
Por entre el follaje espeso,
Llegaban roncos rugidos;
Y torrencial aguacero
Cayó de pronto. La oril la
Fue entonces pantano inmenso.
Unos subían el río;
Otros, bajo árboles, quietos;
Y la tormenta seguía
Los árboles sacudiendo.
Eran torrentes los caños,
Y entre ese fragor siniestro
Sobre las carnes de todos
Caían nubes de insectos,
Arañas, negras avispas,
Jején y tábanos fieros,
Que en encendidas ampollas
Les convertían el cuerpo.

Amarrados a los troncos
Se columbraban muy lejos
Los barcos. Y los infantes
De los raudales huyendo,
Sobre horcones cavilaban,
Mirando inundado el suelo,
Cómo esa noche podrían
El cuerpo entregar al sueño.
Charco enorme era la tierra;
Seguía el río creciendo
Y en los gajos de los árboles
Eran los aventureros
De ese día -y que muy pronto
De un mundo serían dueños-
Pájaros que disputaban
A los pájaros sus lechos.

De vez en cuando caía,
Con rudo golpe, uno al suelo:
De los audaces «chimilas»
Bajo el venablo certero.

«¿Hacia donde?» -preguntaban,
Y Quesada, duro el ceño,
A caballo respondía:
«Río arriba, que esto es nuéstro»

Y el pendón de Carlos Quinto
Erguía entre el aguacero.

Cerca un tigre. De otro tigre
El rugir se oía lejos.

Un alto al fin. En «Barranca
Bermeja»... Entre el desaliento
Estalla el tumulto, y todos
Piden hacia el mar regreso.
-«¿Para qué bellos pasajes
En desamparo y enfermos?»
Así decían. Quesada
Sin vacilar en su empeño.

Por el Opón, dos canoas
Envía Quesada. El cielo
Es viva paleta. El ánimo
Volver parece a sus pechos.
Se alza la luna. Vihuelas
Y voces forman concento:
La primera serenata
Bajo centenarios cedros
A la orilla del gran río
Que desciende soñoliento,
Llevando en sus aguas, troncos
Vivos: los saurios; y muertos
Troncos, que arrancó en la playa
La corriente con estrépito.

En tanto, Quesada sueña;
Soñando está, mas despierto.
Piensa en rejas andaluzas
Y en algunos ojos negros;
Y como es poeta, entonces
Fulge en su memoria un verso,
-¿Quién un verso no recuerda
En sus noches de desvelo,
Un verso que muchas veces
Es lágrima de otro tiempo?-
Y evocando a Santillana
Ya su «Vaqueira», un ensueño
Radioso se alza en su mente,
Visión de gloria: otro reino
Para España, que en el mundo
Habrá de extender su imperio.
«España y amor», murmura,
Y a sus ojos baja el sueño.

Y regresan las canoas:
Traen sal y  traen lienzos;
Y todos alborazados,
Delante de un mundo nuevo
Surcan del Opón las aguas,
De la gloria aventureros;
Y a las serranías suben:
Sementeras, chozas, huertos,
Cielo distinto, otros campos,
Vegas  y valles y cerros,
En donde sopla en el día
Y en las noches aire fresco
Y después, la gran llanura
Que se abre a sus ojos, lejos:
Nuevo día. Bella aurora;
Azul y radiante el cielo,
Y entre silbido de flechas,
Al frente los macheteros.
Troncos iban derribando
Que tendían en deshechos
Raudales, cual recios puentes
De infantes y caballeros,
Mientras serpientes enormes
Entre el matorral espeso
Deslizábanse, y arteras
Dejaban mortal veneno
En las carnes de esos bravos
Postrados por hambre y sueño.
Unos caían. Los otros
Marchaban, camino abriendo
Entre trabas de bejucos
Y árboles corpulentos.

Para comida, raices,
Y hojas y barro, por lecho.
Saltaba un tigre de pronto
Entre la noche, uno menos.

Otro día. Azul y gualda
Y rojo. Horizonte espléndido.
Cada rama era una libre
Jaula a las aves del cielo.
Brilla la esperanza. Entonces
Temblando de fiebre, regios
Palacios, veían, oro
Y más oro entre sus sueños
De sobresalto en la selva;
Pero de repente el trueno
Retumbaba en el espacio
Y y volvía el desaliento...
Y luego... a buscar raíces,
Entre tupidos helechos ,
Donde arañas y serpientes
Acechaban en silencio

Tarde radiante del trópico...
Rojos celajes. En vuelo
Perezoso van las garzas
Por los dormidos esteros;
En la orilla esperan otras
A los peces, vivo argento
Las escamas, que en los picos
Un instante brillan luego,
En tanto que albas corolas
Mueve el aura sobre el cieno.
En la playa, centenares
De saurios se mueven lentos
Grandes bandadas de pájaros,
Azules, verdes y negros
Pasan ¡La tarde del trópico!
El sol es un rojo incendio...
«El valle de los alcázares»,
Como en un deslumbramiento.

Tan sólo ciento sesenta
Han llegado. Setecientos
Marcaron con sus cadáveres
El recorrido sendero.

Y aquellos desconocidos,
Terrones de gleba; aquellos
Que de humildes heredades
A heroica aventura fueron,
No pensaron quizá entonces,
De sólo harapos cubiertos,
Pordioseros de la gloria,
Mientras Quesada su acero
Alzaba en tierras del Zipa,
Que el suelo hollado por ellos
Iba, cual florón de España,
A ensanchar el universo.
1.8k
A solas
¿Quieres que hablemos?... Está bien... empieza:
Habla a mi corazón como otros días...
¡Pero no!... ¿qué dirías?
¿Qué podrías decir a mi tristeza?
No intentes disculparte... ¡todo es vano!
Ya murieron las rosas en el huerto;
el campo verde lo secó el verano,
y mi fe en ti, como mi amor, ha muerto.Amor arrepentido,
ave que quieres regresar al nido
al través de la escarcha y las neblinas;
amor que vienes aterido y yerto,
¡donde fuiste feliz... ya todo ha muerto!
¡No vuelvas... Todo lo hallarás en ruinas!¿A qué has venido? ¿Para qué volviste?
¿Qué buscas?... &iexclNadie; habrá de responderte!
Está sola mi alma, y estoy triste,
inmensamente triste hasta la muerte.
Todas las ilusiones que te amaron,
las que quisieron compartir tu suerte,
mucho tiempo en la sombra te esperaron,
y se fueron... ¡cansadas de no verte!Cuando por vez primera
en mi camino te encontré, reía
en los campos la alegre primavera...
toda esa luz, aromas y armonía.Hoy... &iexcltodo; cuán distinto! Paso a paso
y solo voy por la desierta vía.
-Nave sin rumbo entre revueltas olas-
pensando en las tristezas del ocaso,
y en las tristezas de las almas solas.En torno la mirada no columbra
sino aspereza y páramos sombríos;
los nidos en la nieve están vacíos,
y la estrella que amamos ya no alumbra
el azul de tus sueños y los míos.Partiste para ignota lontananza
cuando empezaba a descender la sombra.
...¿Recuerdas? Te imploraba mi esperanza,
¡pero ya mi esperanza no te nombra!¡No ha de nombrarte!...¿para qué?... Vacía
está el ara, y la historia yace trunca.
¡Ya para que esperar que irradie el día!
¡Ya para que decirnos: Todavía!
Si una voz grita en nuestras almas: ¡Nunca!Dices que eres la misma; que en tu pecho
la dulce llama de otros tiempos arde;
que el nido del amor no esta desecho,
que para amarnos otra vez, no es tarde.¡Te engañas!... ¡No lo creas!... Ya la duda
echó en mi corazón fuertes raíces.
Ya la fe de otros años no me escuda...
Quedó de sueños mi ilusión desnuda,
¡y no puedo creer lo que me dices!¡No lo puedo creer!... Mi fe burlada,
mi fe en tu amor perdida,
es ansia de una nave destrozada,
¡ancla en el fondo de la mar caída!Anhelos de un amor, castos risueños,
ya nunca volveréis... Se van... ¡Se esconden!
¿Los llamas?... ¡Es inútil!... No responden...
¡Ya los cubre el sudario de mis sueños!Hace tiempo se fue la primavera...
¡Llegó el invierno, fúnebre y sombrío!
Ave fue nuestro amor, ave viajera,
¡y las aves se van cuando hace frío!
1.6k
El café
De mi tierra en los ásperos breñales
He visto abrirse sus fragantes flores,
Que parecen, del sol a los fulgores,
Nieve sobre los verdes cafetales.

Y después, como fúlgidos corales,
En explosión de vírgenes olores,
Lo he visto entre los gajos tembladores,
A la sombra de bosques tropicales.

Ahora... ¡humea! Riega tu perfume;
Del ideal las alas desentume
Y agita en rauda conmoción mis nervios.

En mí la inspiración sus rayos quiebre;
Mi frente nimbe, y en sagrada fiebre
Mis versos surjan, graves y soberbios.
1.4k
Betsy
Era su nombre Betsy y era de Ohio.
                                                       
Un día,
En que al azar vagaba por mi ruta sombría,
Los dos nos encontramos.  Y la quise por bella;
Después amé su alma, porque mi alma en ella
Vio una luz casta y blanca, vio piedad y ternura.

Jirón azul de cielo rompió mi noche oscura,
Y la luz de una estrella de fulgores risueños,
Hizo abrir la dormida floración de mis sueños.

¿Qué fuerza misteriosa la puso en mi camino?...
¿Fue una intuición secreta quizá de mi destino
La que a la senda suya llevó mi errante paso?
¿Fue casual ese encuentro?... ¿Fue presentido
acaso?
No lo sé... ni me importa.

                                                 
De raza puritana,
De aquella raza austera que a la costa britana,
Buscando hogar y patria, dijo adiós sin tristeza;
De los lagos del Norte rubia flor de belleza;
Los libros y la música su amada compañía,
Y esquiva a los arranques de ruidosa alegría;
Su flor dilecta, el lirio; mística en sus anhelos,
 -Palomas que sus alas tendían a los cielos;-
En contraste sus hábitos y su elación divina
Con todos los impulsos de mi raza latina;
De regiones distantes dos solitarias palmas,
¿Qué fuerza misteriosa juntó nuestras dos almas?
De su idioma, al principio, pocas frases sabía,
Mas mezclando palabras de su lengua y la mía,
Con versos que copiaba de antiguo Florilegio,
Y dísticos de Byron que aprendí en el Colegio,
Le dije muchas cosas... muchas, en el balneario
Donde por vez primera la vi.
                                              (Del solitario
Poeta fue la Musa desde entonces).

                                      Su gracia
Y atractiva belleza; su aire de aristocracia;
Su cabellera blonda, de un rubio veneciano,
Y su perfil de antiguo camafeo romano;
Sus ojos pensativos y de mirar risueño
Donde flotaba a veces el azul de un ensueño;
Sus mejillas rosadas como un durazno; el breve;
Esbelto busto, en donde tuvo vida la nieve;
Sus veinte años... ¡Qué hermosa primavera florida!
¡Todo en ella era un himno que cantaba la vida!
En bailes, en paseos, en la playa...  doquiera
De todos los galanes la preferida era.

Con su traje de lino, con su blanca sombrilla,
Con sus zapatos grises de reluciente hebilla,
Y el sombrero de paja con una cinta angosta,
Nunca se vio más bella mujer en esa costa.

Quiso aprender mi lengua: cambiábamos lecciones,
Y así fueron frecuentes nuestras conversaciones;
Hasta que al fin un día-mi alma de ella esclava,
-Le dije que era bella... muy bella y que la amaba.

Pasado ya el verano, adiós al mar dijimos,
Y en tren, expreso, todos a la ciudad volvimos.
Rodaban... y rodaban las hojas, desprendidas
En raudos torbellinos, por parques y avenidas;
Del ábrego se oían los resoplidos roncos,
Y entre brumas se alzaban casi escuetos  los troncos;
En las calles formaba la lluvia barrizales
Y eran soplos de invierno las brisas otoñales.
Rodaban... y rodaban las hojas. De ceniza
Parecía el crepúsculo con su niebla plomiza,
Y alzábase doliente la luna, en la gris y ancha
Lámina de los cielos, como amarilla mancha.

Con sombrero de plumas, sobretodo entallado,
Y traje azul oscuro, su rostro sonrosado
Era una nota viva y alegre, era un celaje
En la helada y sombría tristeza del paisaje.

«¡Qué triste es el otoño... qué triste!» me decía;
«Todo se está muriendo... todo está en la agonía,
Mas nuestro amor...»:

                                             
(De pronto cayó. Vivos sonrojos
La hicieron al instante bajar los castos ojos).
«También!» dije riendo, «cual todo lo que vuela».
Y reía... reía como alegre chicuela,
Porque su claro instinto de mujer le decía
Que la amaba y que nunca mi pasión moriría.

En bailes, en conciertos, en salones... doquiera

De todos los galanes la preferida era,
Y aunque su amor, a veces, riendo me negaba,
También reía, porque... sabía que me amaba.
Una tarde de invierno, cuando como un sudario
La nieve en albos copos, el parque solitario
Y las calles desiertas cubría; cuando el cielo
Era blanca mortaja; cuando espectros en duelo
Parecían los árboles quemados por el frío,
En un diván sentados, en el salón sombrío,
Junto a la chimenea que con su alegre y clara
Luz daba un vago tinte sonrosado a su cara,
Enjugando una lágrima silenciosa y furtiva,
«Me siento enferma y triste», me dijo pensativa.

Los aullidos del viento vibraban en la sombra...
Y se alejó. Y el roce de su traje en la alfombra
Me arrancó de mis sueños. Incliné la cabeza,
Y solo, y en silencio, quedé con mi tristeza.
Pasó el invierno.
                                     
El cielo fue todo resplandores;
El bosque, lira inmensa, y el campo, todo flores.
Y una tarde, su alcoba, después de muchos días,
Dejó por vez primera la enferma.
                                               
¡Oh, las sombrías
Noches en vela, noches de indecible martirio,
Noches interminables de fiebre y de delirio,
Cuando todos, henchidos de lágrimas los ojos,
Su vida amada al cielo pedíamos de hinojos,
Mientras que en el silencio de esa calma profunda
Se oía, delirando, su voz de moribunda!

Abierta la ventana que daba al parque, en ondas
De fragancia entró el aura susurrando.  Las frondas
De las viejas encinas sus más gratos rumores
Dieron en el crepúsculo.  Fue el triunfo de las flores
Sobre el verde sombrío de los boscajes.  Era
Una tarde rosada, tarde de primavera.

Envuelta en amplia bata de rojo terciopelo,
Suelta la cabellera, como un dorado velo,
Y en la pálida boca, pálida flor sin vida,
Una sonrisa casta, como estrella dormida,
Tendiéndome la mano, pero baja la frente,
Y esquivando los ojos, avanzó lentamente.

Unidas nuestras manos, a mi lado sentada,
Y un instante en mi hombro su frente reclinada,
Quedamos en silencio...

                                                   
¡Cuántas veces, de noche,
Lloroso, y en los labios el blasfemo reproche,
Desde ese mismo sitio sus quejidos oía,
Los ahogados quejidos de su larga agonía!
¡Cuántas veces a solas, cerca de esa ventana,
Me sorprendió sin sueño la luz de la mañana,
Mientras que de la Muerte, furtiva y en acecho,
Oíanse los pasos en torno de su lecho!...
De pronto alzó los ojos, llenos de honda dulzura,
Donde brillaba siempre su alma blanca y pura,
Y con su voz de arrullo, voz de celeste encanto,
-«Sé que lloraste... Gracias», me dijo, y rompió en llanto.

Por la abierta ventana soplos primaverales
La fragancia traían de los verdes rosales.

Luego al parque salimos.
                                                     
Su palidez de cera;
Sus pasos vacilantes al bajar la escalera,
Al andar, su cansancio; los círculos violados
En torno de las claras pupilas; los holgados
Pliegues de su vestido; la enfermiza blancura
De las manos; los dedos, en donde con holgura
Los anillos giraban; la tos, triste presagio
De que estaba marcada para el final naufragio
En la roca sombría de la Muerte; la lenta,
Triste voz; la dulzura de la faz macilenta,
Sus ahogados suspiros, plegarias de su anhelo,
-Plegarias sin palabras para un remoto cielo,-
Su laxitud... ¡Cuán pura, cuán ideal belleza,
Allí mis ojos vieron con su halo de tristeza!...
Y como presintiendo su eterna despedida
En ese dulce instante reconcentré mi vida
Y fue mi amor más grande, fue más intenso y fuerte
Al pensar que muy pronto sería de la Muerte!

Era música el vago rumor de la arboleda,
Y seguimos callados por la oscura alameda.

Al verla se agitaron en sus tallos las rosas;
Más aromas regaron las auras bulliciosas;
Entre arbustos tupidos y fragantes macetas
Asomaron sus ojos azules las violetas;
Todas las campanillas en el verde boscaje
Como que repicaron al ver su rojo traje;
Los pájaros miraban a la convaleciente,
Del parque solitario tantos días ausente;
Se oyeron en las frondas cual vagos cuchicheos,
Y al fin la alada orquesta preludió sus gorjeos
Los cisnes, como góndolas de alba plata bruñida
Enarcaron sus cuellos en el agua dormida
Y del sol a los tibios fulgures vesperales;
Destellaron las colas de los pavos reales.

«La vida es la tristeza», me dijo. «¡Todo anhelo
Del presente, mañana será amargura y duelo;
La vida es desencanto. Feliz creíme un día,
Y ya ves, cuan traidora la suerte y cuan impía!
Como flor, en mi pecho, se abría la Esperanza,
Y ya la desventura por mi camino avanza.
Lentamente mi vida se extingue. Triste, enferma,
¿A qué traer tus sueños a la sombría y yerma
Soledad de mi alma? ¿Para qué tu alegría
Trocar en amargura con mi lenta agonía?
Del árbol de la Vida fui pálido retoño,
Y me iré con las hojas marchitas del otoño;
Para toda esperanza ya soy despojo inerte...
Tú vas para la Vida... ¡yo voy hacia la Muerte!»

«Tus temores», le dije, «son de niña mimada;
Tú todo lo exageras...»

                                                   
En mi brazo apoyada
El parque abandonamos, y al subir la escalera
Parecía un crepúsculo su rubia cabellera.

Un día, para Ohio, tomó el tren.,.., ¡triste día!
Y alzando la vidriera, cuando el tren ya partía
De la Estación, me dijo:
                                             
«Te escribiré primero,
Pero escribe. Hasta pronto...  No olvides que te espero».
Y después.... en sus cartas decía:
                                                         
«Si vinieras,
¡Qué sorpresa la tuya! ¡Qué cambio...! ¡Si me vieras!
Las brisas de mi lago fueron auras de vida.
Razón tuviste. Ha vuelto la esperanza perdida.
Recuerdas? Tú decías: todo eso pronto pasa,
Y es verdad.  La alegría de nuevo está en mi casa.
Soy otra.... y soy la misma: tú entiendes.  Frescas rosas
Se abren en mis mejillas, que eran dos tuberosas.
(Bien sé que de esta frase burla harás con tu flema,
Mas no importa.  No es mía: la copié de un poema).
Hoy río, canto y juego como chiquilla. El piano,
Cerrado tanto tiempo, ya al roce de mi mano
Es música perenne.  Las viejas Melodías
¡Cómo evocan recuerdos de venturosos días!
Soy otra.... habrás de verlo.  Pasaron mis congojas,
¡Y creí que me iría con las marchitas hojas!».
Sueños de un alma casta... ¡Visión desvanecida!
Creyó en la Vida ... ¡Y pronto la traicionó la Vida!

Para siempre descansa del rigor de la suerte,
Con su velo de novia tejido por la Muerte,
Con todas sus quimeras, con todos sus anhelos,
Junto al nativo lago... bajo brumosos cielos.
Don Juan Rodríguez Fresle... sabréis quién fue Don Juan,
No aquel de la leyenda, sevillano galán
Que escalaba conventos, sino el burlón vejete,
Buen cristiano, que oía siempre misa de siete,
La ancha capa luciendo, ya un poco deslustrada,
Que le dejó en herencia Jiménez de Quesada;
Que fue amigo de Oidores, vivaz, dicharachero,
Que escribió muchas resmas de papel, y «El Carnero»;
Que de un tiempo lejano, casi desconocido,
Supo enredos y chismes, que narró y se han perdido;
Tiempo dichoso, cuando (lo que es y lo que fue)
tan sólo tres mil almas tenía Santa Fe,
Y ahora, según dicen, casi 300.000,
Con «dancings», automóviles, cines, ferrocarril
Al río, clubs, y todo lo que la mente fragua
En «confort» y progreso, verdad... ¡pero sin agua!
Tiempo de las Jerónimas, Tomasas, Teodolindas,
De nombres archifeos, pero de cara, lindas,
Y que además tenían, de Oidores atractivo,
Lo que en todas las épocas llaman «lo positivo»;
Cuando no acontecía nada de extraordinario,
Y a las seis, en las casas, se rezaba el rosario;
Días siempre tranquilos y de hábitos metódicos,
Sin petróleos, reclamos de ingleses ni periódicos,
Y cuando con pañuelos, damas de alcurnias rancias
Tapaban, en el cuello, ciertas protuberancias,
Que alguien llamó «colgantes, molestos arrequives»,
Causados por las aguas llovidas o de aljibes;
Cuando como en familia se arreglaban las litis
Y nadie sospechaba que hubiera apendicitis;
Cuando en vez de champaña se obsequiaba masato
De Vélez, y era todo barato, muy barato,
Y tanto, que un ternero (y eso era «toma y daca»)
Lo daban por un peso y encimaban la vaca;
Cuando las calles eran iguales en un todo
A éstas, polvo en verano, y en el invierno, lodo,
Por donde hoy es difícil que los «autos» circulen,
Y esto, cual muchos dicen, por culpa de la Ulen,
Mas afirman (en crónicas muchas cosas yo hallo)
Que entonces las visitas se hacían a caballo,
Y hoy ni así, pues es tanta la tierra que bazucan
Que en tan grandes zanjones los perros se desnucan.

Pero basta de «Introito», porque caigo en la cuenta
De que esto ya está largo...
                                                    Fue en 1630
O 31. A veces se me va la memoria
Y siempre quitan tiempo las consultas de Historia,
Y en años -no habrá nadie que a mal mi dicho tome-
Una cuarta de menos o de más no es desplome.
(Y antes de que los críticos se me vengan encima
Digo que «treinta» y «cuenta» no son perfecta rima,
Pero tengo en mi abono que ingenios del Parnaso,
Por descuido, o capricho, o por salir del paso,
Que es lo que yo confieso me ocurre en este instante,
Hicieron «mente» y «frente», de «veinte» consonante).

Diré, pues: «Hace siglos». Mi narración, exacta
Será, cual de elecciones ha sido siempre una acta,
Y escribiendo: «Hace siglos», nadie dirá que invento
O adultero las crónicas.
                                            Y sigo con mi cuento.
Don Juan Rodríguez Fresle (así yo di principio
A esta historia, que alguno dirá que es puro ripio);
Don Juan, en aquel día (la fecha no recuerdo
Pues en fechas y números el hilo siempre pierdo,
Aunque ya es necesario que la atención concentre
Y de lleno, en materia, sin más preámbulos entre).

Don Juan, el de «El Carnero», yendo para la Audiencia,
Donde copiaba Cédulas, le hizo gran reverencia
Al Arzobispo Almansa, que en actitud tranquila
A los trabajadores en el atrio vigila.
(Se decía «altozano», pero «atrio»
escribo, porque
No quiero que un «magíster» por tan poco me ahorque).

Debéis saber que entonces, frente a la Catedral
El agua de las lluvias formaba un barrizal,
Y para que los fieles cuando entraban a misa
Evitaran el barro de las charcas, aprisa
Puentecitos hacían frailes y monaguillos
Con tablas y cajones y piedras y ladrillos.

(Pobres santafereñas: tendrían malos ratos
Cuando allí se embarraban enaguas y zapatos,
Y también los tendrían los pobres «chapetones»
Porque sabréis que entonces no había zapatones.
Que yo divago mucho, me diréis impacientes;
Es verdad, pero tengo buenos antecedentes,
Como Byron, y Batres y Casti, el italiano,
A quienes en tal vicio se les iba la mano;
Mas sé que al que divaga poca atención se presta,
Y os prometo que mi última divagación es ésta).

Y sigo: El Arzobispo con el breviario en mano,
El atrio dirigía -que él llamaba «altozano».
Aquéllo a todas horas parecía colmena:
Unos, la piedra labran, traen otros arena
Del San Francisco, río donde pescando en corro
Se veía a los frailes, y que hoy es simple chorro.
Apresurados, otros, traen cal y guijarros.
Grandes yuntas de bueyes, tirando enormes carros
Llegan.
              El Arzobispo, puesta en Dios la esperanza,
Ve que es buena su obra. Y el altozano avanza.

Don Juan Rodríguez Fresle, la tarde de aquel día,
«Estas misas parece que acaban mal», decía.
Luego se santiguaba, pues no sé de qué modo,
De la vida de entonces era el sabelotodo.

El Marqués de Sofraga, Don Sancho; a quien repugna
Santa Fe; con Oidores y vasallos en pugna
Y con el Arzobispo, sale al balcón, y airado,
Airado como siempre, viendo que el empedrado
A su palacio llega cerrándole la entrada
A su carroza, grita con voz entrecortada
Por la cólera: «¡Basta! Se ha visto tal descaro?
Al que no me obedezca le costará muy caro.
Quiero franca mi puerta!»
                                                  Todos obedecieron,
Y dejando herramientas, aquí y allá corrieron.

Viendo esto los Canónigos que salían del coro,
Tiraron los manteos, y sin juzgar desdoro
El trabajo, que sólo a débiles arredra,
La herramienta empuñaron para labrar la piedra.
Luego vinieron frailes, vinieron monaguillos;
Y sonaban palustres, escoplos y martillos.

Don Juan Rodríguez Fresle, la tarde de aquel día,
De paseo a San Diego, burlón se sonreía,
Pensando en los Canónigos que en trabajos serviles
Estaban ocupados cual simples albañiles.

Ya de noche, a su casa fue y encendió su lámpara.
Cenó, rezó el rosario, después apartó el pan para
Su desayuno. (Advierto como cosa importante
Que «pan» y «para», juntos, son un buen consonante
De «lámpara». Es sabido que nuestra lengua, sobre
Ser difícil, en rimas esdrújulas es pobre,
Mas cargando el acento sobre «pan», y si «para»
Sigue, las dos palabras sirven de rima rara).

(Y el pan guardaba, porque con el vientre vacío
No gustaba ir a misa, y entonces por el frío
O miedo a pulmonías, en esta andina zona
Eran los panaderos gente muy dormilona;
Y Don Juan que fue en todo previsor cual ninguno,
No salía a la calle jamás sin desayuno).
Prometí los paréntesis suprimir, y estoy viendo
Que en esto de promesas ya me voy pareciendo
A todos los políticos tras la curul soñada:
Que prometen... prometen, pero no cumplen nada.

«¿Y qué fin tuvo el atrio?» diréis quizás a dúo.
Es verdad. Lo olvidaba. La historia continúo,
Sin que nada suprima ni cambie, pues me jacto
De ser de viejas crónicas siempre copista exacto,
Y porque a mano tengo de apuntes buen acopio
Que en polvosos archivos con buen cuidado copio.
Y como aquí pululan gentes asaz incrédulas,
Me apoyo siempre en libros, o Crónicas o Cédulas;
Y para que no afirmen que es relumbrón de talco
Cuanto escribo, mis dichos en la verdad yo calco,
Pues perdón no merece quien por la rima rica
A pasajero aplauso la Historia sacrifica,
La Historia, que es la base del patrimonio patrio...

Y os oigo ya impacientes decirme:
                                                              -«¿Pero el atrio?»
El atrio... Lo olvidaba, y hasta a Rodríguez Fresle;
Mas sabed que en Colombia, y en todas partes, esle
Necesario al poeta que busque algún remanso
En las divagaciones, y es divagar, descanso;
Porque es tarea dura, que aterra y que contrista,
Pasar a rima, y verso la prosa ele un cronista,
Que tan sólo a la prosa de diaristas iguala,
La que en todos los tiempos ha sido prosa mala;
Y aunque en rimas y verso yo sé que poco valgo,
Veré si de este apuro con buena suerte salgo...
Y en olla fío, porque... repararéis, supongo,
Que nunca entre hemistiquios, palabra aguda pongo,
Ni hiato, y de dos llenas no formo yo diptongo
Como hizo Núñez ele Arce (Núñez de Arce ¡admiraos!
Que en dos o tres estrofas nos dijo «cáus» por «caos»,
Y hay poetas, y buenos, de fuste y nombradía,
Que hasta en la misma España ¡qué horror! dicen
«puesía»,
Cual si del Arte fuera, para ellos, la Prosodia
De nuestra hermosa lengua, ridícula parodia);
Que duras sinalefas nunca en un verso junto
Y que jamás el ritmo, cual otros, descoyunto,
Porque eso siempre indica pereza o ningún tino,
Y al verso quita encanto, más al alejandrino,
Que es sin duela el más bello, que más gracia acrisola,
Entre todos los versos en Métrica española.
Que lo digan Valencia, Lugones y Chocano,
todos ellos artífices del verso castellano,
Y que al alejandrino, que es rítmico aleteo,
Dan el garbo y la música que adivinó Berceo.

Y sigo con el atrio.
                                Después de madrugada
Volvieron los canónigos a la obra empezada.

Al Marqués de Sofraga la ira lo sofoca.
Alcaldes, Regidores al Palacio convoca;
Y Alcaldes, Regidores, ante él vienen temblando,
Y díceles colérico: «¡A obedecer! Os mando
Que a todos los Canónigos llevéis a la prisión.
Mis órdenes, oídlo, mandatos del Rey son».

Don Juan Rodríguez Fresle rezó cual buen cristiano;
No escribió, y sin reírse se acostó muy temprano,
Porque muy bien sabía que el Marqués no se anda
Por las ramas, con bromas, y cuando manda, manda.
Mas desvelado estuvo pensando y repensando
En la noche espantosa que estarían pasando
Sin dormir, los Canónigos, en cuartucho sombrío
De la cárcel, sin camas, y temblando de frío.

La siguiente mañana no hubo sol.
                                                              Turbio velo
De llovizna y de brumas encapotaba el cielo.

Fray Bernardino Almansa llega a la Catedral.
Está sobrecogida la ciudad colonial.
Salmos penitenciales se elevan desde el coro,
Y en casullas y capas brilla a la luz el oro.
El Prelado aparece como en unción divina
En el altar, y toda la multitud se inclina;
Entre luces ele cirios destella el tabernáculo;
Hay indecible angustia y hay dolor. Alza el báculo,
Y mientras que en la torre se oye el gran esquilón,
Erguido el Arzobispo lanza la excomunión.
Alcaldes, Regidores, todos excomulgados
Porque al Cielo ofendieron.
                                                  Los fieles congregados
En la Iglesia, de hinojos, y en cruz oraban.

                                                                            Fue
Aquel día de llanto y duelo en Santa Fe.
Cerradas se veían las puertas y ventanas,
Y en todas las iglesias doblaban las campanas.

Don Juan Rodríguez Fresle se dijo: «¡Ya está hecho!»
Se dio, cual buen cristiano, tres golpes en el pecho;
Pero volvió de pronto su espíritu zumbón,
Y pensando en la hora suprema del perdón,
Vio a los excomulgados con sus blancos ropones,
Al cuello sendas sogas, y en las manos blandones,
Y murmuró: «Del cielo la voluntad se haga,
Donde las dan, las toman. Quien la debo la paga».

Y escribiendo, escribiendo, la noche de aquel día,
De los excomulgados, socarrón se reía,
Porque le fue imposible su sueño conciliar
Sin que viera en las sombras por su mente pasar
Regidores y Alcaldes, cada uno en su ropón,
Cual niños que reciben primera comunión.

Don Juan Rodríguez Fresle, siempre que los veía,
Del ropón se acordaba y a solas se reía.
Vuelve otra vez tu día,
oh patria amada, el día de tu gloria.

Vuelve de nuevo a resonar triunfales
los himnos que eternizan tu memoria,
y el espléndido cielo de tu historia,
vuelve el sol de tus días inmortales.

Y otra vez a tu ara sacrosanta
llevan tus hijos fieles
flores que fecundaron tus vergeles;
y músicas marciales
al aire asordan, y doquier se oye,
en valles, montañas y llanuras,
en la extensión del suelo colombiano,
el canto jubiloso de los libres
que sube a las alturas,
de la gloria al alcázar soberano.

Y de nuevo flamea,
no como en días trágicos de horrores,
entre el ronco fragor de la pelea,
sino bajo arcos de laurel y flores,
el pendón de la patria,
la santa enseñanza de los tres colores...
la bandera inmortal que oyó las dianas
de los heroicos triunfos legendarios.

La que fue a despertar  los cóndores
a la cumbre más alta de los Andes
y fue más tarde a despertar la gloria;
la bandera inmortal, la santa egida,
que el camino marcó de la Victoria.

Besada por ondas de tus mares,
bajo el palio infinito de tu cielo,
tachonado de ardientes luminares;
lleno de flores tu fecundo suelo.
Y adormida el rumor de tus palmares,
lloras en silencio, Patria mía,
cansada de esperar luz en tu noche,
en la callada noche de tus penas;
cansada de esperar en tu agonía
el hierro que limara tus cadenas.

No, ya los hijos tuyos,
de las selvas antiguos moradores,
vagan libres, bajo el sol fulgente
que vio la gloria de tus días grandes,
ya desde la cima de los Andes
alumbraba ruinas solamente;
ni llevaban vencidos y humillados
por la invasora gente,
el cintillo de oro en la garganta
y el penacho de plumas en la frente,
ni ya el aire cortaba
las voladoras flechas,
ni en las noches de luna sollozaban
de la indígena raza los endechas.

Donde el templo del sol brilla espléndido
y sus láminas de oro refulgían,
ya los dolientes ojos no veían
sino campo infecundo y desolado.
Y el áureo trono de los reyes indios
en el polvo yacía destrozado.
Todo lo derribó cual hacha impía
del duro vencedor el brazo fuerte,
y al fin, de esa grandeza en los escombros
parecía vivir sólo la muerte...
eres, patria, la esclava envilecida;
eres, patria, el girón abandonado;
eres cual hado de baldón tu hado,
y cual vida de baldón tu vida
mas del mal el reinado no es eterno...
no su imperio perdura;
ni es eterna la noche pavorosa,
ni es eterna la humana desventura.

Que en las grandes catástrofes sombrías,
en las horas de angustia y desconsuelo,
cuando a las almas el dolor avanza,
siempre se ve la escala milagrosa
por donde sube la plegaría al cielo,
baja de los cielos la esperanza...
y llega por fin el día.

En que estallan, rugiendo los dolores
en los esclavos pechos comprimidos,
cuando alzan la cerviz los oprimidos
y bajo la cerviz los opresores,
y que tiemblen entonces los verdugos,
porque de sus dolores y sus lágrimas
pedirán los esclavos cuenta un día;
porque el llanto de un pueblo entre cadenas,
de su agonía en el mortal desmayo,
¡se alzan a los cielos, se condensa en nube,
y baja al suelo convertido en rayo!...

Y de lauro inmortal la sien ornada,
no retando a los duros opresores,
no al escape de caballos voladores,
sino en doliente precisión callada,
finge la mente que a la tierra vuelven
de las altas mansiones siderales,
al oír las alabanzas de los libres,
los que valientes en lid cayeron
y hogar y patria libertad nos dieron.

Y al fin llegó a la libertad la hora;
rompió en brillante aurora
la noche de tus penas,
y trocaste por cánticos de triunfo
los rumores de tus ayes y cadenas,
bajó a ti la victoria,
y sonaron las músicas marciales,
y empezaste el camino de la gloria,
el que lleva a las cumbres inmortales.

Y el combate se traba,
pero combate desigual, los unos
son los heroicos en sangrientas lides,
los que en el brazo llevan
empuje de Pelayos y de Cides;
Los que el paso cerraron
al corso altivo, forjadores de cetros,
y altas hazañas de una nueva aliada,
en Lepanto y Pavía renovaron...
Y los otros... Los parias infelices,
los que aun llevan en la espalda impresas
del tormento cruel las cicatrices
y del esclavo la ominosa marca,
más tenían la fe que salva montes,
la sacra fe que lo imposible abarca;
y busca de los amplios horizontes,
donde el sol de los libres centellea,
a la lid se lanzaron.

De esperanza inmortal henchido el pecho,
porque sabían que jamás sucumbe
quien lucha por una patria y su derecho.
Rota por la metralla
su bandera se vio, tintos en sangre
corrieron a la mar los patrios ríos,
y en la atónita tierra no se oía,
cual ronca marejada,
más que en el estruendo de la lid bravía,
fueron los días de la amarga prueba;
fueron los días de orfandad y  llanto
y de muerte y de horrores,
pero nada importaba los reversos
ni de la adversa suerte los rigores.

Y de inmortal la sien ornada,
no retando a los duros opresores,
no al escape de caballos voladores,
sino en doliente procesión callada,
finge la mente que a la tierra vuelven
de las altas misiones siderales,
al oír las alabanzas de los libres,
los que valientes en la lid cayeron
y  hogar y patria y libertad nos dieron.

Sonríen al ver que siempre grande
Por glorioso camino
la patria sigue a su inmortal destino;
y sonríen al ver que limpio brilla
el pendón colombiano
bajo el brillante cielo americano;
Que con amor guardamos su memoria,
Que somos dignos de sus altos hechos
Y dignos herederos de su gloria.
Y también surgen como blancos lirios,
como estrellas en diáfanas neblinas,
alta la sien, con nimbo esplendoroso,
de la patria las bellas heroínas.

También al resonar de las cadenas
indignas sus almas palpitaron;
también las cumbres del dolor hallaron...

También ellas, heroicas y serenas,
de la patria en las aras se inmolaron.
También los hechos brillan
como los hechos de los grandes hombres;
y también tienen la fama
corona de laureles para sus sienes.
Himnos de admiración tienen sus nombres;
que el corazón de la mujer, santuarios
de los puros y nobles idealismos,
también sube a la cima de la Gloria
y es capaz de los grandes heroísmos
para el amor y la virtud nacida
Ella es cordial de toda desventura;
doquiera su piedad enjuga lágrimas
y en toda sombra de dolor fulgura.
Por eso nunca desoyó el lamento
ni vio imposible el horrido quebranto
de la patria llorosa y desvalida.
¡Cuando llanto pidió, le dio su llanto;
cuando vidas pidió, le dio su vida!
¡Vuelve, oh patria, de nuevo
el día de tu gloria inmarcesible!
y otra vez a tu ara sacrosanto,
sube el himno de un pueblo redimido
de la grandeza de tus héroes canta.

Palpite eternamente en nuestros labios
y en nuestras almas su inmortal recuerdo,
porque ensalzando tus radiantes glorias,
oh patria, oh sol que sin ocaso brillas,
estaremos en pie para la tierra,
más para el cielo estamos de rodillas.
1.2k
La tabla
Frente al mar, y en la puerta de su pobre morada,
La viuda del marino con su hijo está sentada.
Se ve tristeza en ambos. Los rudos temporales
De esos días de otoño causaron tantos males,
Tanto destrozo hicieron, fue tal del mar la saña,
Cual nunca visto había la costa de Bretaña.
Por eso ante el crepúsculo se encuentran abstraídos
Y silenciosos, y ambos de luto están vestidos.

En ese lago quieto, de aguas murmuradoras,
En donde se deslizan las barcas pescadoras,
Cuyas velas se extienden bajo el oro del día,
¡Quién, al ver esa calma, reconocer podría
Aquel mar tempestuoso, que sólo en un momento,
En el pasado otoño, con ímpetu violento
Destrozó veinte barcas, y que a esa pobre madre
Dejó  trocada en viuda y a ese niño sin padre!

El agua azul sonríe; sin nubes brilla el cielo;
Y ella sigue sombría, con hondo desconsuelo
Recordando la tarde trágica de su vida,
Cuando hundió en sus abismos la mar embravecida
A su esposo. «Mas suya fue la culpa», a su hijo,
Que seguía en silencio, sollozando le dijo.
«A desgraciados náufragos que el temporal hundía,
¿Cómo sin un socorro dejárseles podría?

¡Qué tarde horrible! ¡Nadie recordaba en la aldea
Haber visto en su vida semejante marea!
¡Era tentar al cielo y era jugar la suerte
Socorrer a los náufragos... era afrontar la muerte!
Tu padre con nosotros estaba. En la bahía,
Recién entrada al puerto su barca se veía».
-«Sin duda están malditos, decíame comiendo,
Los que en el mar aguantan ese chubasco horrendo».

Como era su costumbre, después de la comida
Saliose de la casa con su pipa encendida,
Y a pesar de la lluvia, varios iban al puerto,
A ver saltar las olas sobre el muelle desierto;
Cuando de pronto observa tu padre en lontananza
Que contra los peñascos un bergantín se lanza.
Aquello fue un instante. Lo empuja el mar, y choca,
Y roto allí en pedazos quedó contra la roca.

-«Un bote», grita al punto. Yo lo miré aterrada.
Y en tanto que los otros le muestran la oleada
Que viene sobre el puerto rugiendo amenazante,
Grita otra vez: - ¡Salvémoslos! !Un bote... ¡En el instante!
Un bote al mar! ¡Un bote!... ¡Cobardes no seamos!»
Y seguían sus gritos: -«A socorrerlos vamos!
¡Mi barca! ¡Arriba! ¡Es tiempo! Mi barca no ha temido
Jamás las tempestades ni el mar embravecido,
Y por eso Adelante la bauticé»...

                                             
Salieron
Todos al mar entonces... y ¡nunca más volvieron!...

De tarde, en este invierno, y al bajar la marea,
Hasta allá, donde ves la espuma que blanquea,
Ir me has visto abatida. Mas todo ha sido en vano...
Nada de entre sus olas devuelve el océano...
¡Y ese mar que a mis plantas expira en la ribera,
De la barca no arroja ni una tabla siquiera!

Hijo: me prometiste no ser, jamás marino:
Cumplirás tu promesa. Será otro tu destino.
El cura, que te quiere, te seguirá enseñando;
Aprenderás las letras, luego a escribir. Y cuando
Grande estés, serás cura. ¡Pasará el tiempo aprisa...
Veré el día dichoso de tu primera misa!...
Yo misma pondré flores en el altar... ¡Oh, cuánta
Será mi dicha, lejos de este mar que me espanta!

Calla el niño pensando sin duda en los chicuelos
Que ve sobre chalupas y ágiles barquichuelos,
En las azules aguas, desde que el día brilla,
Caminar en la borda, bajar a la escotilla,
Mientras que él no se atreve, ni nunca se ha atrevido,
Un cable a atar siquiera. Cumple lo prometido.
Y cuando terminada la lección de lectura,
El viejo silabario cierra de tarde el cura,
Y le dice que es hora de que a jugar se vaya,
Descalzo, arremangado, se aleja por la playa,
Y así engaña sus sueños el hijo del marino;
Pero entre los cabellos el áspero y salino
Viento sentir que sopla; sentir el agua fría
Que a la rodilla sube; ver en la lejanía
Las olas que se rompen bajo azulada bruma
Y que el peñasco cubre de iridiscente espuma;
Ir conchas o mariscos buscando por la costa,
O saltar, sobre piedras, detrás de una langosta,
Eso no le bastaba; quería más; quería
La barca que se aleja bajo el fulgor del día,
Con sus palos erectos y sus velas redondas;
Quería el horizonte, los tumbos de las ondas,
Y la embriaguez del alma sobre la mar rugiente,
Cuyos acres aromas hablaban a su mente
De países lejanos... ¡Tal era su delirio!
¡Y hacía muchos meses que ese era su martirio!

Y va pasando el tiempo. Llega otro otoño horrible;
Y un día los marinos, a la luz apacible
De un cielo gris, entre ellos hablando, hacia el poniente
Sobre el mar tempestuoso, señalan de repente
Un velero que avanza contra las rocas. Brava
Marejada envolvíalo... Más y más se encrespaba...

¡En las revueltas olas aquello parecía
El estertor postrero del barco en la agonía!

-«¡Un bote al mar! ¡Un bote!», dice alguien con voz ruda,
 ¡Al mar! ¡A socorrerlos! ¡A prestarles ayuda!»

Y todos recordaban a los que al mar salieron
A salvar a unos náufragos, y nunca más volvieron;
Mas de pronto a una barca se abalanzan, y en tanto,
Todo lo ve la madre con indecible espanto;
Y a su hijo abrazando le murmura al oído:
-«¿Sabes? Me lo ofreciste... lo tienes prometido,
¡No irás!...» Con las pupilas dilatadas, la frente
Pensativa,   y el labio mordiéndose impaciente,
Nada responde, y mira con absorta mirada
Que ya los hombres tienen la barca aparejada.
De repente, una ola gigantesca y sombría,
 Que avanza rugidora por la turbia bahía.
Se estrella con fracaso, toda la playa moja, fe...
Y a las plantas del niño, tabla podrida arroja.

En la tabla estas letras leíanse: Adelante.

De su abismo esa tabla sacaba el mar de Atlante.
¡Mandato de su padre sobre las olas era!
Listos los remadores sacan de la ribera
La barca. De los brazos maternos se desprende;
Detrás de los marinos veloz carrera emprende;
Salta al bote con ellos, y al punto un remo ensaya...
 ¡Y allá van con la ola que vuelve de la playa!

¡Cómo con la mirada todos los van siguiendo!
¡Virgen Santa! ¡Las olas cuan altas y qué estruendo!
¡Parece que se hunden! ¡Jesús! ¡Naufraga el bote!
¡Mas no!... ¡Las olas pasan y ellos están a flote!
¡Y siguen!... Van llegando... ¡Ya se les ve acercarse!
¡Ya era tiempo !... ¡ Ya el barco comenzaba a inclinarse

¡Ya vuelven! ¡Los pañuelos agitan! ¡Qué arrojados!
¡El bote viene lleno!...
-«¿Cuántos?»
-« ¡Todos salvados!»
-«¡Hurra! ¡Pronto una amarra!»
Y en tanto que gozosos,
Náufragos y marinos, saltando presurosos
De piedra en piedra vienen, hacia la madre el niño
Se lanza. Ella lo abraza; lo besa; y con cariño
Él le dice al oído: «No me regañes, madre...
¡Tan contento estaría mirándome mi padre!»
1.1k
Casualidad
¡Y pensar que pudimos no habernos conocido!
¿No meditas cuán buena nuestra fortuna ha sido
para que al fin estemos uno del otro al lado,
para que seas mía, para ser yo tu amado?

«El uno para el otro nacimos...» Así dices.
Pero ¡qué coincidencias para ser tan felices!
Antes de que en la vida, con un amor profundo,
la suerte unido hubiera tu corazón al mío
-siendo el tiempo tan largo, siendo tan grande el mundo-;
vivimos separados, solos, con hondo hastío…
¡Y pudimos entonces, por capricho del hado,
en el haz de la tierra no habernos encontrado!

¿No has pensado, en el arduo sendero recorrido,
en los peligros graves y azares que ha corrido
nuestra dicha -esa dicha, manantial de ilusiones,
que el mundo entero ahora nos hace ver hermoso-
cuando el uno hacia el otro, con poder misterioso,
gravitaban callados nuestros dos corazones?
¿No sabes que ese viaje no tenía certeza,
el viaje hacia una noche por mí no presentida,
de que un capricho apenas o un dolor de cabeza
han podido apartarnos para siempre en la vida?

Nunca te había dicho, ¡cosa muy rara!, que
cuando por vez primera te vi, no me fijé
en que eras tú bonita; lo digo francamente:
te miré aquella noche con aire indiferente.
Con su risa, tu amiga mi tedio distraía;
fue más tarde cuando ambos cruzamos la mirada,
y si algo sentí entonces que hacia ti me atraía,
tú no lo comprendiste… Mas no me atreví a nada.

Si esa noche tu madre te hubiera conducido
más temprano a su casa, ¿qué habría sucedido?
¿Y si el rubor no hubiera de pronto, cuando el manto
te coloqué en los hombros, a tu rostro subido?
Porque ésa fue la causa de todo lo ocurrido.
Aquella noche, aquélla de inolvidable encanto,
un retardo cualquiera, cualquier inconveniente
que en ese viaje hubiera surgido de repente,
esta embriaguez de ahora ninguno sentiría,
ni este placer sin nombre que absorbe nuestra mente.
En mi alma, que es otra, tu amor no existiría,
¡y tu vida, en mi vida nada… nada sería!
Corazoncito mío, que me apartas lo triste
de la vida, y alegras con luz mi porvenir…
Pienso en aquellos días cuando enferma estuviste
y creíamos todos que te ibas a morir.
Inútiles palabras para la rima. Nunca
De contacto supisteis para dar armonía.
Cual vírgenes en duelo, vuestra belleza trunca
Va triste y solitaria, sin el fulgor del día.

Alma tenéis, mas siempre sois como inútil lazo,
Ritmos que no se acuerdan con otros, y por eso
No habéis sabido nunca lo que es calor de abrazo,
Ni habéis sentido espasmos con la fruición del beso.

Inútiles palabras para rimar. De oro
Podréis ser, mas las otras de alianza son emblema;
Y cantáis, pero siempre seréis voz en un coro;
Y podréis ser engaste, pero jamás diadema.

Y os veo con tristeza cuando avanza el galope
Del lírico desfile por el radiante estadio.
Sois asta de la lanza, no de la lanza el tope,
Y sois empuñadura, pero jamás el gladio.

Las otras son las gemas donde la luz tremola
Y armonizan cuadrigas o multiformes galas.
Vosotras vibráis siempre, mas sois una ala sola,
Y el poeta requiere para volar dos alas.
913
Mi musa
¡Oh mi Musa! ¡Oh mi novia!
¡Oh mi pálida amada!
Cuando el pesar mi corazón agobia,
Como aurora me alumbra tu mirada.

Del alma tú naciste,
Creada en un delirio;
Te di griego perfil, mirada triste,
Cabellos rubios y color de lirio.

Cuando tu pie se mueve
Y a mí llegas en calma,
Parece que vinieras de la nieve
Y demandaras el calor de un alma.

Indefinible encanto
Hay en tu rostro impreso.
Calla en mi alma del amor el canto,
Muere en mis labios el ardiente beso.

Siempre a mi voz respondes,
Y a mí estás tan unida
Que ni misterios en tu pecho escondes
Ni hay para tí secretos en mi vida.

Cuando a mi lado veo
Tu faz radiante y bella,
No me enciende la llama del deseo:
Mi amor es rayo de lejana estrella.

Llegas a mí sin ruido
En noches estrelladas,
Y tu mano en mis manos, al oído
Me refieres leyendas y baladas.

Y el paseo emprendemos
Al rayo de la luna;
Y cantando al compás de nuestros remos
Bogamos en la diáfana laguna.

En selvas rumorosas
Te oigo historias secretas:
Lo que sueñan las vírgenes hermosas,
Lo que sueñan los pálidos poetas.

A los silfos dormidos
Tú, trémula, apostrofas,
Y surgen de los cármenes floridos,
Cual mariposas blancas, las estrofas.

Y en castillos feudales,
De góticas arcadas,
Me narras los torneos medioevales
Y cuentos de princesas encantadas.

Mi Musa es Musa casta,
Musa con aureola:
Como su amor a mi ternura basta
Reina en mi pecho, inmaculada y sola.

¡Oh novia sin engaños!
¡Oh Musa soñadora!
Di siempre la canción de los veinte años
En el fondo del alma que te adora.
En «la cuaderna vía» del maestro Berceo
Voy a cantar tus ojos de los míos recreo,
Ojos grandes, hermosos, y de áureo centelleo,
Y azules cual soñados por místico deseo.

Por sus «cuadernas vías» «en román paladino»,
Y por sus rudas rimas en verso alejandrino,
Versos que fueron siempre «versos a lo divino»,
El Maestro pedía «un vaso de bon vino».

Ojos que compasivos son para todo duelo,
Ojos donde las almas posan su errante vuelo,
Así como el marino dijo: ¡Tierra! en su anhelo,
Cuando dulces me miran yo siempre digo: ¡Cielo!

«Un vaso de bon vino» don Gonzalo pedía,
Poco en verdad. Yo en cambio de mi «cuaderna vía»
Demandaré a tus ojos una mirada pía,
Y a tu rosada boca que dulce me sonría.

«En el nome del Padre que fizo toda cosa»
Os bendigo ¡ojos bellos! y a ti, ¡la niña hermosa!
Que el fulgor que ya viene ¡sea estrella radiosa!
Y el botón que sé abre ¡que se convierta en rosa!
883
Carta
Esto habrá de ser largo. Todo un mes. ¡Qué cansada
Durante un mes mi vida, sin tu charla adorada!

En mi última carta te dije que creía,
Que pensaba habituarme, que al fin valor tendría.
Sí, valor... pero sólo valor por un momento.
Después, mi dolor vuelve, vuelve como tormento.
Aquí está, lo percibo, lo siento aquí en mi alcoba;
Me persigue, me arrastra, y el sosiego me roba;
Va por entre los muebles, por las salas sombrías...
¡Ah! Estas noches sin besos, en soledad profunda.
Estas tristes mañanas sin oír «¡Buenos
días!»
Estas noches sin sueño,
En que tantos recuerdos de un pasado risueño
Se agolpan a mi mente conturbada;
Recuerdos que tu aliento no llena, ni el aroma
Que los cabellos tuyos dejan en tu almohada.
Si supieras qué horrible fastidio es verse solo,
¡Qué tristes noches, qué angustiosos días!

La alcoba me parece como muerta, la alcoba
En que orden y desorden siempre poner sabías.
Y después los armarios y puertas, un ruido
Hacen tan diferente, tan raro, entre la sombra,
Como un eco de queja dolorida,
De malestar muy hondo que persiste,
Y que en este vacío va poniendo algo triste,
Como la lluvia en torno de una cita incumplida.

Un son lúgubre todo va adquiriendo:
Ya voz que canta en notas desoladas,
O ya el grito de un niño, él son de un piano,
O en la escalera, al lado, fugitivas pisadas;
Y de pronto, en la calle, sordo rumor lejano,
Que se va, que se extingue... se extingue lentamente,
Y después, en la casa, las voces de las criadas...
Y Marta qué se queja, que regaña insistente,
Y para la comida pide órdenes. ¿Qué puedo
Decirle? Ni tengo hambre. Pues sabrás que en mi mente
Una idea grabada se encuentra solamente:
Esperar, solitario -mi angustia el cielo sabe-
Que este mes ¡ay! tan largo, tan largo, pronto acabe.
Para muchos el tiempo pasa siempre volando.
Y por creer me esfuerzo, con el alma dolida,
Que este mes, para ellos y para mí, en la vida
Será un mes como todos, que irá veloz pasando.

Y mientras tanto, cartas me ocupo en escribirte,
En que nunca he encontrado gran cosa que decirte;
De esas cartas que poco siempre dicen o nada,
Sin la voz, las sonrisas, el gesto y la mirada,
Y que sin eso siempre mal decimos
Todo lo que sentimos;
Y entonces ¿con qué fin ese deseo
Que nos hace escribir lo que escribimos?
Tenemos fe que en charlas de correo
Algo del alma va; pero esos largos
Monólogos de pluma deficiente
Siempre han hecho en la vida que la distancia aumente
La retórica indócil a que siempre le falta
En desoladas horas,
Y cual solaz de fiesta,
Lo que esas charlas hace encantadoras:
El íntimo placer de la respuesta.

Solo estoy. Hasta pronto, tú, ¡vida de mi vida!
¿Cierto es lo que me escribes en tu carta adorada?
¿Conque pensaste en ambos al quedarte dormida?
Mi corazón te envío, mi alma destrozada.
Te envío mi amargura, mi vida desolada,
Sin placer, sin los dulces pasados embelesos;
Y, corno suave arrullo de tu noche callada,
Muchos besos, más besos, siempre besos y besos.
Mil quinientos treinta y siete.
Julio. Sol vivo y radiante
En claro azul ilumina
El Valle de los Alcázares.
En la llanura no hay oro
Ni esmeraldas. Sólo hambre.

Del botín que recogieron
Cada cual tomó su parte.
Para Fernández de Lugo
Raudos mensajeros salen
Con oro y gemas, lo suyo,
Y con los quintos reales.
Y aquellos soldados rasos
Que mal cubrían sus carnes
Con harapos, y en Castilla
En algún feliz instante
Sólo unos ochavos vieron
Como premio a sus afanes,
Tejos de oro bien esconden
De compañeros rapaces,
Y si hambre sienten ahora,
Pensando en sus pegujales
Olvidan viejas angustias,
Pues ya se ven por las calles
De Madrid o de Sevilla
Luciendo vistosos trajes,
O requiriendo de amores
A las manolas ya amables,
Y que antes a sus requiebros
Respondían con desaires;
O bien de dones oyéndose
Llamar, con aire arrogante,
Porque es baldón la pobreza
Y el oro las puertas abre.

Viendo gordos los caballos
Quesada, y a sus infantes
Aburridos, y perdiendo
Sus tejos junto a los naipes,
Su ocupación sólo entonces,
Y estando quietos los sables,
Una expedición ordena
A la tierra de los panches.

El Capitán Juan de Céspedes
Con unos valientes sale
Por tierra de «sutagaos».
Marcha y se traba el combate.
Con flechas envenenadas
Caballos e infantes caen.
No es ésta la raza muisca:
En sus venas otra sangre
Corre. Batalla dudosa
En los ásperos breñales,
Hasta que rueda el Cacique
De lanzada formidable.

¡Sangre de panches ardiente
Como fuego de volcanes!
Triunfó al fin España... pero
Sobre el último cadáver!

Y Quesada cavilaba:
¿Qué montañas o qué valles
Ocultarán en sus vetas
Las esmeraldas radiantes
Que he visto ante mí, suspenso,
En diademas y collares?
¿Cerca?... ¿Lejos? Pues si es lejos
No importa arriesgado viaje.
Esmeraldas son ducados
Y ducados son alcázares;
Vestes de grana en la Corte
Y de nobles homenaje.

Y de pronto, por un indio,
Dónde está la mina sabe.
¡Somondoco! A Somondoco
Van y socavones abren;
Y a las piedras adheridas
Aparecen destacándose
En claroscuro las gemas,
Que entre perlas y diamantes
Habrán de ser en el mundo
Gala en coronas reales.

Otro secreto los indios
Guardaban, secreto grave,
Pero logró descubrirlo
Deuda de vertida sangre.
Rey en dominios potente
Gobernaba extenso valle,
Dueño de ricos tesoros
Y súbditos a millares;


Su nombre, Quimuinchateca,
De Tunja temido Zaque.
Y a vencer ya acostumbrados,
Todos para Tunja parten.
Con regalos detenerlos
Quiso y corteses mensajes,
Pues tiempo ganar quería
Para llevar a distante
Lugar sus riquezas todas;
Pero avanzaron.
La tarde
Iluminaba el palacio;
El cercado roto cae,
Y en los muros planchas de oro
Vivo incendio fingen, ante
Los rojizos resplandores
Del sol, ya pronto a apagarse.

Acero en mano, Quesada
Entra con diez oficiales;
De sus enormes espuelas
Las rodajas y los sables,
Y sus cascos y sus cotas
Y sus barbados semblantes,
Y el relinchar en el patio,
No amedrentaron al Zaque.
Quesada intenta abrazarlo;
Nunca lo ha tocado nadie.
Los nobles y guardias gritan
Ante ese inaudito ultraje.
Crece el tumulto. Y entonces
Antón de Olalla, el semblante
Adusto, y de brazo fuerte
Al Zaque agarra. Salvaje
Gritería oyose... Todo
Por libertarlo fue en balde,
Y a un aposento contiguo
Fue entre arcabuces y sables.

Esforzados en la guerra,
Y ante el peligro tenaces,
Y con la muerte ceñuda
En desafío constante,
Pero siempre sed de oro
En sus almas, insaciable,
Al Templo del Sol, a Iraca,
Parten jinetes e infantes.

Más oro... más esmeraldas..
Ayer contra los alfanges
Agarenos y un ochavo
Como premio en los combates.
Ahora... esmeraldas y oro...
¿Quién podría creer antes
Que pedigüeños de antaño
Llegaran a ser magnates?

El templo de Sugamuxi! . . .
Allá en el fondo del valle,
Va apareciendo imponente:
El más rico y el más grande
De toda la raza muisca,
Templo de gruesos pilares,
Y de muros recamados
De petos de oro, en que el arte
De orfebres chibchas, serpientes,
Ranas, ciervos, tigres y aves
Grabó; donde el Gran Pontífice
Al sol le rinde homenaje,
Todo cubierto de blanco
Mientras aroma de gaque
Sube de los pebeteros
Al son de mayas cantares
Que por tradición se guardan
En un extraño lenguaje
-Tal vez el que habló Bochica
En muy remotas edades-
-Cantares que entonan vírgenes
Trenzando rítmico baile,
Ante enorme sol de oro
Que ciega por fulgurante.

Llegaron todos al frente
Del templo, al caer la tarde.
Mañana, dijo Quesada
Será nuestro día grande...
¡A dormir y a soñar todos!
Y que Fray Domingo alabe
Al cielo, que aquí nos manda,
Entre peligros y afanes,
Para enseñar a estos indios
Que el amontonar caudales,
Habiendo en el mundo pobre,
Es pecado imperdonable.

Y en tanto que todos duermen,
Dos soldados deslizándose
Entre las sombras penetran
Al templo. De seca y frágil
Paja, llevan dos hachones
Encendidos; fulgurantes
Radian las paredes. Oro,
Más oro y gemas vivaces;
Todo parece en las sombras
Como una aurora que arde.

De las manos de uno de ellos
Un hachón al suelo cae,
Porque ante tanta riqueza
Helada siente la sangre.
Se incendia el tapiz de esparto,
El fuego al santuario invade,
Rápido salta a los muros
Y a cortinas y a pilares;
Aprisa los dos soldados
Entre el fuego ruta se abren
Y entre el fuego, Sugamuxi
Es llamarada radiante.

Quesada y su tropa sueñan;
El paraíso se abre
En su soñar. Esmeraldas
Y oro ven, en manantiales
Que corren y corren. Oro,
Y esmeraldas en sus márgenes;
Selvas con gemas por hojas,
Y frutas de oro en los árboles...

La voz de incendio de pronto
Oyen. Aterrados salen.
Gran resplandor cubre el cielo;
De humo tromba formidable
Asciende. Los indios lanzan
Alaridos por las calles.

Y Quesada, en tanto, mira
Las llamas, mudo y exánime,
Cual si el infierno en la tierra
Hubiera abierto sus fauces.
El palacio virreinal
Se encuentra sumido en sombra.
Sobre el techo y en el patio
La lluvia cae monótona;
Se ve una luz solamente
En una cerrada alcoba,
Y en ella están departiendo
En voz lenta, dos personas:
Con el Virrey don José
Solís y Folch y Cardona,
Habla el Alcalde ordinario
Moreno Escandón, que gloria
Como Fiscal de la Audiencia
Fue después; que la Colonia
Enalteció con ingenio
Y virtudes, y que en toda
Inquietud para el Virrey
Le dió ayuda cariñosa
Y fue noble confidente
De sus últimas congojas.
De pronto dice Moreno
En tono de quien reprocha:
-«Nada en Santa Fe dijisteis;
Tan sólo cuando a la Costa
Llegó el Bailío, supimos
Que de la Corte española
Un nuevo Virrey vendría».

-«Esta carga abrumadora,
Respondió Solís, depuse
Hace más de un año. En notas
Ante el Monarca he insistido.
Me oyó. Soy feliz ahora».

-«¿Y a uniros vais a Sevilla
A vuestro hermano, que es honra
De España como Arzobispo,
O a servirle a la Corona
Como Mariscal de Campo
Con vuestra espada gloriosa?»

Del Virrey la voz oyose
Que se extendía en la sombra...
No era la voz de otros días
Clara, vibrante, imperiosa,
Sino voz entrecortada,
Como de alguien que se agota,
Voz de quien hablar pretende
Pero en vez de hablar, solloza.

-«Aquí quedarme he pensado,
Y no es intención de ahora».

-«Qué es lo que decís?», Moreno
Con sorpresa lo interroga.
«¿Habéis resuelto quedaros,
Como holgazana persona
En Santa Fe, que os ha visto
Siempre el primero entre pompa,
Entre honores, y acatado,
Y en tanto, luciendo en otra
Mano la real insignia?
¿No dirán que una deshonra
Del aprecio del Monarca
Vuestro ilustre nombre borra?
¡En Santa Fe!... No comprendo...
¿Qué dirán todos?»
-«No importa.
Si al Cielo irroguele ofensas
Con mi vida licenciosa,
Aquí donde yo he debido
Ser de fiel creyente norma,
Es fuerza que se me vea
Como sombra de una sombra...»

Seguía tenaz la lluvia
Cayendo en la noche lóbrega.

Moreno Escanden decía:
-«Seréis de la gente ociosa
Comidilla. Bravas lenguas
En Santa Fe siempre sobran
Para hacer de todo burla
Y para regar ponzoña.
¿Vos Duque de Montellano,
Como cesante y de ronda
De noche por las callejas
Siendo aquí de todos mofa,
Cuando antes en torno vuestro
Se oían sólo lisonjas?»
-«¿A España? ¿A la Corte? ¿A
fiestas?
Hondo cansancio me postra...

»Busco el sueño, pero el sueño
Sólo es para mí zozobra:
Oigo ruido de cadenas,
Negras visiones se agolpan
A mi rededor; me hundo
Como entre revueltas olas;
Lucho con ellas, y sirtes
Veo ante mí tenebrosas,
Y en sobresalto despierto;
Sudor helado me moja
Las sienes; estrecho nudo
Al querer hablar, me ahoga...
Me incorporo; todo inútil,
Y en tanto... lejos la aurora
Que mis visiones disipe,
Visiones trágicas y horridas.
Busco amores olvidados,
Pido músicas ruidosas,
Bullicio de gente alegre,
Pero el tedio me devora.
Sangre soy empobrecida
De una raza que se agota,
Néctar quizá de otros tiempos
En una embriagante copa,
Y que hoy, al pasar los años,
Es de la vida una sobra».
-«¿Y no rezáis?»
-«Rezo... En vano».

-«Pero la misericordia
Del cielo, que es infinita,
Al pecador no abandona,
Al que los brazos le tiende
Y consuelo y paz implora».

-«Es verdad. Mas cuando triste,
En la quietud de mi alcoba,
Me postro a rezar, visiones
Me perturban tentadoras.
Aquí conmigo el pecado
Ha vivido; y se alzan formas
Que se acercan, que se alejan,
Que vuelven, después se borran,
Y vuelven después... y juntan
A mí la encendida boca».

Moreno Escandón callaba;
Era alta noche. En las hojas
Del patio se percibía
El lento caer de gotas.


Y Solís seguía:
-«A veces
Tristes claustros mi memoria
Cruzan en hondo silencio;
Arcos y arcos, grises losas,
Retablos en blancos muros
Donde se extiende la sombra
Que débil lámpara alumbra;
En la capilla el aroma
Del incienso; a media noche
Del órgano lentas notas
Que van borrando... borrando
Del mundo alegrías locas,
Y nos llevan lentamente
A una luz de eterna gloria,
En redor humildad viendo
Y el alma ante Dios absorta;
Y Cristo manando sangre,
Y entre sangre su corona
De espinas; albas risueñas
Sobre el huerto... olor de rosas
Que cuidan para la Virgen
Manos antes pecadoras...
La comunidad que pasa;
En el coro la salmodia...
¡Luz celestial que se enciende,
Y la tierra que se borra!»

Moreno Escandón callaba.
En Santa Fe silenciosa
Sonó una campana. Trinos,
Más trinos entre las frondas
Que se agitan en el patio.

Salió Moreno.
La alcoba
Quedó en silencio profundo...
Luego una voz que solloza...
Y otra vez silencio...
Un Cristo,
Divina misericordia,
Abre los brazos. El Duque
Las rodillas ante él dobla;
A sus pies se abraza. Llanto
Su rostro pálido moja,
Y abrazado al Mártir sigue
Hasta que llega la aurora.

Di a los pobres su fortuna;
En humilde ceremonia
Entregó el mando a Messía,
Y esa tarde en su carroza,
Con su uniforme de gala,
Por las calles silenciosas
Fue al convento franciscano
Donde sonaban las notas
Del órgano y ascendía
De incienso fragante aroma.
Llamó al Prior. Y esa noche
Vestido de tela hosca,
De rodillas, en su celda,
Vio nuevamente la aurora.
Quiero el poeta ser de almas heridas
que la piedad de la palabra imploran,
de tantas tristes, solitarias vidas,
de corazones que en silencio lloran.

Quiero dar ritmo a lo indeciso y vago,
que es cual bruma y recóndita belleza,
y ser voz del que sueña junto a un lago
sin que dar pueda voz a su tristeza.

Quiero en cadencias expresar lo ignoto
y en el azul dar alas a lo inerme,
juntar en ritmos un ensueño roto,
y canto ser de lo que oculto duerme.

Y quiero compartir el sufrimiento
de otros; y ser su confidente ansío...
¡Y dar no puedo vida a lo que siento,
ni forma puedo dar a lo que es mío!
En la tranquila casa donde la tía vive
Todo evoca el recuerdo del tiempo que pasó:
La sirvienta ya cana y el patio con su aljibe,
Y los cuadros y espejos que un siglo deslustró.

El salón aun conserva los tapices de antaño,
Do ninfas y pastores van danzando un minué:
Y en sus ojos parece brillar el fuego extraño
De amores de otro tiempo, tiempo feliz que fue.

Del clavicordio antiguo, que en un rincón reposa,
A veces un suspiro se alza y huye al azar,
Como un eco de tiempos lejanos, cuando hermosa
Tocaba ella romanzas de Glück y de Mozart.

Un armario de sándalo luce en la oscura estancia...
¡Cuántas reliquias guarda, tesoros de su amor!
Cartas, retratos, pomos que respiran fragancia...
¡Parece que de un siglo se aspirara el olor!

Entre aquellos recuerdos de ternura infinita
Que hay entre las gavetas, vese un libro, y en él
Hace ya sesenta años duerme una flor marchita...
Es el libro Zaíra, y es la flor un clavel.

Con el libro, en los días del estío radiante,
A la ventana se hace rodar en su sillón,
¿Es el sol lo que anima y enciende su semblante?...
¿Por qué con fuerza siente latir el corazón?

Sobre el clavel marchito la blanca frente inclina,
Pues teme que al tocarlo se pueda deshojar,
Y en su mente un recuerdo canta canción divina,
Mientras las ayes cantan en el vetusto alar.

Piensa cuando el fragante clavel recién cortado,
En las hojas del libro guardó un amigo fiel,
Y humedecen sus lágrimas el libro siempre amado
En donde sesenta años ha dormido el clavel.
806
Paisaje
De verdes sauces entre doble hilera,
de la agria roca al coronar la altura,
a lo lejos, cortando la llanura,
se ve la polvorosa carretera.

Donde se parte en dos la cordillera
se divisa una casa, y su blancura
resalta del trigal en la verdura,
cual si velamen de una barca fuera.

Del saucedal bajo el ramaje amigo
clavo la vista en el hogar risueño.
de dos almas tal vez dichoso abrigo;

Y bajo el peso de tristeza ignota
finjo visiones de un borrado sueño,
y hondo suspiro de mi pecho brota.
787
El padre
Siempre borracho entraba y siempre altivo,
Y el ebrio, sin motivo,
Puñetazos le daba a su querida.
Dura cadena ató sus corazones;
Unió los eslabones:
La Miseria en el fango de la vida.

Por no dormir, en noches tenebrosas,
Sobre las frías losas,
De ese hombre vil buscó la compañía.
Ella malhumorada, él displicente,
La riña era frecuente,
Y al fin a puñetazos la rendía.

El vecindario despertaba todo
Al llegar el beodo
A su tabuco, de bebidas harto.
La vieja puerta abríala a empellones...
Se oían maldiciones...
Después quedaba silencioso el cuarto.

El invierno arreciaba. Un triste día,
En que lenta caía
A los techos la nieve como un manto,
Un hijo les nació... Y esa inocente
Inmaculada frente
No tuvo más bautismo que el del llanto.

A la siguiente noche, el rostro duro,
Y a tientas por el muro,
Llegó a la puerta de su hogar el padre.
De pronto se detuvo el inhumano...
No levantó la mano;
La respetó el borracho... Ya era madre.

Al mirarle extraviada la pupila,
Y al verlo que vacila
Y a darle puntapiés no se decide,
Meciendo al niño que dormía: «¡Infame!»

Le dijo: «Muerte dame.

¿No me pegas? ¿Por qué? ¿Quién te lo impide?

Te aguardé todo el día. Estoy dispuesta;
¿Más barato te cuesta
Hoy el pan? ¿El invierno es menos triste?
¿Licor en la taberna no encontraste?
¿Acaso te enmendaste?
¿Borracho, como siempre, no viniste?»

Fingió el turbado padre no oír nada;
Dio al hijo una mirada,
Mezcla de estupidez y de cariño,
Y dijo a la mujer: «¿Por qué me ofendes?

¿No sabes, no comprendes,
Que si te pego se despierta el niño?»
Turbio y callado Magdalena, río
Patrio, de tardes y mañanas bellas,
Y auras que vuelan con  olor de bosque,
            Auras de vida:

¡Cuál fue mi anhelo en la niñez remota,
Cerca de arroyo de mezquinas aguas,
Verte algún día, entre playones, y altos
            Troncos de ceibas!

Mírote ahora, y en tu origen pienso,
Páramo agreste en solitaria cumbre
Donde has nacido, bajo sombra errante
            De alas de buitres.

Frágiles hojas, frailejón y juncos
Sólo tu cuna entre las rocas fueron...
Hoy vas cruzando, en majestad y solo,
            Vírgenes selvas.

iTiempos lejanos, cuando el indio erguía
Pobres bohíos!... Donde fueron chozas,
Se alzan, a empuje de moderno brazo,
            Fábricas y urbes.

Iban entones sobre ti canoas;
Leves bajaban o subían lentas,
Mientras al golpe del remar se unía
            Canto aborigen.

Barcos ahora de penacho *****
Abren tu mole, desatando espumas,
Y altos dominan tu correr silente
            Raudos aviones.

Bellas auroras en tu limpio cielo
Son tu alborozo al despertar el día,
Y óyese al punto, del oído encanto,
            Gárrula orquesta.

Grandes bandadas de pericos gritan,
Céfiros suaves susurrando flotan
Y ágiles, leves, mariposas níveas,
            Trémulas pasan.

¡Brisas inquietas que voláis silbando,
Soplos del bosque, refrescad mis sienes!
¡Cómo os aspiro, cual vital aroma,
            Húmedas auras!

¡Sol! ¡Bello irradias en mitad del día!
Duermen los saurios en la gris arena,
Y albas, muy lejos, en la orilla sola,
            Sueñan las garzas.

¡Tardes del río... Tropical crepúsculo:
Oro, topacio y arreboles rojos!
¡Todo entre palmas y en azul, formando
            Rica paleta!

Bardo que sueñas: ¡a lo alto mira!
¡Copia! ¡Es lo tuyo! ¡Poesía patria!
Vibra en belleza, y lo que ven tus ojos
            Vibre en tu canto!

Clara, en cendales, la apacible luna
Surge de pronto, y ensanchando el cielo
Tiende en el agua, que en remanso duerme,
            Velo de lirios.

Coplas con ritmo de bambuco triste
Cantan los bogas en la abierta playa,
Y ávidos piden que a sus ojos baje
            Sueño tranquilo.

¡Cómo, de noche, en tu dominio aterra
Fiera borrasca! El rimbombar del trueno
Llena de espanto, y por el aire cruzan
            Ígneos fulgores.

Nubes y nubes se amontonan lívidas,
Rayos las rasgan, la tormenta ruge;
Llueve a raudales, y parece entonces
            Que húndese el cielo.

Viene la aurora. Con las aguas ruedan
Árboles rotos; desbordado el río
Cubre las playas, y el Oriente finge
            Campo de rosas.

¿Qué los humanos ante ti? ¿Qué somos?
Polvo no más que aventará la muerte;
Tú... siempre viendo, en sucesión eterna,
            Siglos y siglos.

Hundo la mente en el futuro, y veo
Días de gloria y alborozo, cuando
Quillas que vengan de marinas olas
            Rompan tus aguas.

Rieles tus ribas unirán a valles
Y ásperas sierras y lejanos ríos;
Émulo entonces se verá tu puerto
            De urbes grandiosas.

Tiempos vendrán cuando potentes hachas
Y hombres de audacia arrasarán tus bosques.
Gloria futura ceñirá sus frentes
            De ínclitos lauros.

Cíclopes nuevos, mas de sangre nuestra,
Yermos de ahora trocarán en vida,
Y ellos oirán, en las edades pósteras,
            Dianas de triunfo.

¡Río: entre robles y palmeras rueda!
¡Rueda, y los pueblos en abrazo junta,
Pueblos hermanos en hermosa Patria,
            Próspera y libre!
Raza de «Comuneros» era su raza. Fuerte
Su corazón de virgen, en tierra esclavizada
Quería que la noche rompiera en alborada,
Y que se alzara libre lo que yacía inerte.

Sin temor al peligro, y al azar de la suerte,
Armó en silencio brazos; y en su ideal, fiada,
Sudario fue su velo de hermosa desposada,
Y su nupcial desfile, desfile hacia la muerte.

Y cuando ya, vendada, iba a caer de hinojos,
Quiso evitar entonces que los profanos ojos
Del pelotón hicieran a su pudor ultraje,

Y se ató con la venda la falda, pues temía
Que el estremecimiento postrero en su agonía
Levantarle pudiera sobre el banquillo el traje.
En la playa sonora
De auras primaverales,
De las ondas azules del Sorrento
Mueren bajo frondosos naranjales,
Junto al seto, a la vera del camino,
Hay una tosca piedra,
Que mira indiferente el peregrino.
En ella oculta el alelí frondoso
Un nombre que jamás repite el eco.
Sólo a veces, si en busca de reposo
Errante pasajero se detiene,
Al ver el epitafio entre las hojas,
Ante la luz del moribundo día,
Mientras copiosas lágrimas derrama,
-«¡Diez y seis años!», suspirando clama;
«De morir no era tiempo todavía».
Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
Quiero soñar con mi dolor a solas.

«¡Diez y seis años! ¡Sí, diez y seis
años!»
Torna a decir el pasajero. Y nunca
En una frente más encantadora
Esa edad fulguró; ni otras pupilas
Más hermosas el brillo reflejaron
De esas playas ardientes e intranquilas.
Hoy en vano la llamo:
¡Sólo el alma responde a mi reclamo!
Pero la siento en mí, y a verla vuelvo;
La vuelvo a ver como en felices días,
De puras e inocentes alegrías,
Cuando fijos en mí los negros ojos,
Cual astros en ignota lontananza,
Me hablaba de su amor entre sonrojos,
Y yo, de mi pasión y mi esperanza.
Bien me acuerdo: ondulaban sus cabellos
Del aura al soplo acompasado y blando;
En torno el viento aromas derramaba;
Del trasparente velo se pintaba
La sombra en su mejilla,
y distintos se oían los cantares

Del pescador en la desierta orilla.
y de pronto mostrándome la luna,
Flor de la noche bruna,
y las espumas de la mar, me dijo:
-«¿Por qué llena de luz el alma siento?
Jamás el firmamento
Donde la estrella del amor nos mira;
Jamás esas arenas donde vienen
Las olas a morir; esas enhiestas
Montañas cuyas crestas
Tiemblan entre los cielos, y los bosques
En torno a la ensenada;
Las luces de la costa abandonada
y del nocturno pescador el canto
Halagaron cual hoy mi fantasía...
¡Nunca infundieron en el alma mía
Este que siento, celestial encanto!
»¿No volveré a soñar cual sueño ahora
En embriagante calma?
¿Es que en los cielos asomó la aurora
O es que una estrella se encendió en mi alma?
Hijo de la mañana, ¿son las noches
De tu país tan bellas
Como esta que a mi lado estás mirando
Tachonada de fúlgidas estrellas?»
Luego la virgen se acercó a la madre
Que la escuchaba cerca del ribazo,
Le dio un beso en la frente,
y quedose dormida en su regazo.

Mas, ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas.
Yo no quiero llorar en mi aislamiento;
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
¡Cuánto candor en su mirada! ¡Cuánta
Inocencia en sus labios seductores!
¡Quién no hubiera creído en ese instante
Ver concentrados en su alma virgen
Del cielo de su patria los fulgores!
El bello lago de Nemí, que nunca
Un soplo arruga, es menos trasparente;
Jamás pudo ocultar sus pensamientos;
Sus ojos, de su espíritu trasunto,
Los revelaban sin quererlo al punto.
Todo jugaba en ella; y la sonrisa,
Que es con los años contracción de duelo,
Siempre brillaba en sus carmíneos labios
Como arco-iris en radiante cielo.
Ninguna sombra oscureció su rostro;
y si libre los campos recorría,
Cual suelta mariposa,
Una límpida ola parecía
Coronada de luz esplendorosa.
Corría por correr, y su armoniosa
y halagadora voz, arpegio tierno
De su alma pura, que era un canto eterno,
Alegraba hasta al aura rumorosa.

Fue la primer imagen
Que se imprimió en su corazón la mía,
Como la luz en los dormidos ojos
Que se abren con el día.
Desde que amó, fue amor el Universo;
Confundió mi existencia,
Mi existencia entre lágrimas y abrojos,
Con su vida de paz y de inocencia;
Palpitó con mi alma, y formé parte
Del mundo que flotaba ante sus ojos,
De todos sus anhelos,
De la efímera dicha de la tierra
y la eterna esperanza de los cielos.
No pensaba ni en tiempo ni en distancia,
Ni existía el pasado en su memoria,
Pues para ella la vida era el presente.
Todo su porvenir fueron las tardes
De aquellos días de celeste gloria.
Entregó a la Natura
Su corazón, sin sombra de pecado,
y a la plegaria pura
Que de su huerto con las blancas flores
Iba a esparcir en el altar amado.
y de la mano, como niño humilde,
Me conducía al templo de la aldea,
y de rodillas me decía quedo:
«¡Reza conmigo! ¡Sin tu amor, bien mío,
El cielo mismo comprender no puedo!»

¿No veis el agua azul y trasparente
Al abrigo del aura vagabunda
y del sol encendido,
En el estanque de la clara fuente?
En él un blanco cisne
Nada, de su hermosura haciendo alarde,
y oculta el cuello en el cristal bruñido
Donde tiembla la estrella de la tarde.
Pero si a nuevas fuentes alza el vuelo,
La clara linfa con el ala azota
y extinta queda la visión del cielo.
y con las plumas que dejó deshechas,
Como arrancadas por astuto buitre,
y con la arena que del fondo brota,
El estanque, antes puro,
Que las estrellas reflejaba en calma,
Queda revuelto al fin, triste y oscuro.
Así, cuando partí, todo en su alma
Lo revolvió el dolor; su luz muriente
Huyose al cielo a no volver; y cuando
Vio, sola y afligida,
Su más bella ilusión desvanecida,
Se despidió del porvenir, que goces
No le ofrecía en su abandono aciago;
No disputó su vida al sufrimiento,
Alzó la copa del dolor tranquila
y la apuró de un trago,
En tanto que en su lágrima primera
Ahogaba el corazón; y como el ave

Cuando el sol en los mares se sepulta,
Para dormir oculta
La cabeza en el ala entumecida,
Se envolvió en su tristeza abrumadora,
y se durmió también... pero en la aurora,
En la risueña aurora de su vida.
Mas,  ¿a qué recordar esas escenas?
Dejad que gima el viento
y que murmuren las azules olas,
Yo no quiero llorar en mi aislamiento,
¡Quiero soñar con mi dolor a solas!
En su lecho de tierra ya ha dormido
Muchos años, y nadie
Quizá a llorar a su sepulcro ha ido,
y tal vez en la senda
Que a su postrer asilo conducía.
Se encontrará extendido
El segundo sudario de los muertos,
El implacable olvido.
Nadie esa piedra ya medio borrada
Con una flor visita;
Nadie solloza allá, nadie medita.
Sólo mi pensamiento en esa tumba
Ruega contrito, si remonto el vuelo
De este bullicio, donde sufre el alma,
A otra región de amor, de luz y calma,
y al corazón demando esas queridas

Prendas que ya no existen, y columbro
En las sombras calladas
Sus luminosas huellas,
y lloro tantas fúlgidas estrellas
En mi nublado cielo ya apagadas.
La primera ella fue, mas el divino
y dulce resplandor que en torno vierte
Aun alumbra mi lóbrego camino,
De errante peregrino,
De errante peregrino hacia la muerte.
Un espinoso arbusto
De pálida verdura
Crece junto a su humilde sepultura;
Por el sol calcinado
y por los vientos de la mar batido,
Vive en la roca, sin prestarle sombra,
Como un pesar en corazón herido.
El polvo de la ruta
Blanqueó su follaje, y a la tierra
Baja a servir de pasto
A la cabra montés. Como de nieve
Limpio copo, al nacer la primavera,
Brota en él una flor; mas, ¡ay!, en breve,
Antes de dar al aura lisonjera
Su aroma regalado,
La arranca de su tallo el viento airado,
Cual la vida apagada por la muerte
Antes que al corazón haya halagado

Un ave solitaria el vuelo posa
Sobre una rama que se dobla, y canta
Con voz entristecida,
Cuando cae la tarde silenciosa.
¡Oh, dime, flor marchita sobre el lodo,
Flor que tan pronto marchitó la vida!,
¿No hay otra vida en que renace todo?
Volved a mi memoria,
Tristes recuerdos de esa triste historia;
Volved, recuerdos de mi amor primero,
A traer a mi espíritu la calma.
Ve, pensamiento, a donde va mi alma...
¡Mi corazón rebosa, y llorar quiero!
Los Oidores han citado,
En muy respetuosa carta,
Al Virrey Solís. La hora
De la cita es ya pasada
Y no llega. Desacato
Consideran la tardanza,
Y por el nuevo desaire
Han convenido en voz baja
En remitir otra enérgica
Queja a la Corte de España,
En que además de esta burla
Se haga mención detallada
De su vida censurable
Según es pública fama.

Y uno dice: «Es bien sabido
Que usando postiza barba,
De noche, por puerta oculta
Se sale, donde lo aguardan
Compañeros de jolgorio,
Y con ellos se va a casas
Que durante todo el día
Tienen la puerta cerrada,
A visitar a mujeres
De quienes todos mal hablan;
Y en Santa Fe muchos dicen
Que un día al rayar el alba
Por haber dejado en una
Casa mal vista, olvidada
La llave, se vio en el trance
De que lo vieran los guardias
Disfrazado entrar. ¡Vergüenza
Para esta ciudad cristiana,
Para quien debe enseñanza
Ser de honor y de virtudes
Pues representa al Monarca.
Y oyéronse en las iglesias
De esta cuaresma en las pláticas
Contra su libertinaje
Admoniciones muy claras,
Sin que él se cuidara de ellas…
Esa María Lugarda!...
Esa Lugarda de Ospina
De quien cuentan y no acaban,
Que se fugó de un convento
De noche, saltando tapias;
Esa Marichuela, escándalo
De toda la gente honrada,
Que al Virrey sorbiole el seso,
Que es perdición de su alma
Y con ella ¡Dios me ampare!
(Y el Oidor se santiguaba)
Olvidado de su rango,
Y pecando, a Dios le falta!...»

Los Oidores asentían
A lo que el decano hablaba,
Mientras que hacíanse cruces,
En la puerta la mirada.
El Virrey en ese instante
Entró muy grave a la sala.
Saludó con aire serio
A los señores garnachas,
Los que en pie, gran reverencia
Le hicieron, la frente baja;
Y quedó la puerta al punto
Con fuerte llave cerrada.

El Oidor decano entonces
Dijo con voz lenta y clara
(El Virrey se sonreía;
Grave el Oidor lo miraba):

-«Señor Virrey: por mandato
De nuestro augusto Monarca,
A quien vos, como nosotros,
Por la fe de nuestras almas
Acatamiento debemos
Por obediencia jurada,
Os hemos pedidos humildes,
En nombre de quien nos manda
Nuestro Rey Fernando Sexto,
Honor y gloria de España
(Y al decir esto, los ojos
Los tres Oidores bajaban
Como si allí, de rodillas,
Y rezando comulgaran),
Que vengáis, dejando a un lado
Por un momento la carga
Del gobierno, a que lectura
Oigáis, de una reservada

Cédula (el Virrey entonces
Se sonreía, y miraba
El cielo raso, adornado
Con farol de hoja de lata).

-«Señor Escribano», dijo
El Oidor, con voz pausada:
«Lectura dadle a la Cédula
En que del Virrey nos habla
Nuestro Rey Fernando Sexto»…

(El Virrey los ojos clava
Burlones de los Oidores
En las rollizas papadas).

«Al recibir esta Cédula»
-Tal decía el Rey de España-,
«Llamaréis ante vosotros
A mi Virrey, en privada
Sesión, y habréis de advertirle
Que todas sus graves faltas,
De que me habéis dado cuenta;
Sus nocturnas escapadas,
Sus disfraces y sus fiestas
Con hembras de vida mala,
Hanme causado amargura,
Y a esa oveja que mal anda,
De perdición por caminos
Que de Dios los pies le apartan,
Pedidle arrepentimiento
Para salvación de su alma.
Yo el Rey».
El Virrey entonces
Desabrochó su casaca,
Sacó un pliego, dio unos pasos,
Y alargándole la carta
Al Escribano, le dijo:

«De nuestro amado Monarca
Ya oí la Cédula. Ahora
Servíos, como posdata,
Leer lo que el Rey, mi amigo,
Me dice en carta privada:

»Querido primo: Que el cielo
Te colme de venturanza.
Yo, sin ti, muy aburrido.
¡Cómo mi vida alegrabas!
Mas siempre pienso que en ese
Nuevo Reino de Granada
Por los indios y las indias
Velas, como por España,
Para acrecentar la gloria
De mi cetro y nuestra raza.
Y de otra cosa he de hablarte,
Primo, y ríete a tus anchas.
De mi Audiencia he recibido
Una relación de faltas
De que te hace responsable,
Como si la edad y canas
De mis Oidores, acaso
Deslices no exageraran
De quien por su ardiente sangre
Necesita amor y holganza;
No hagas caso de chocheces;
Muéstrales risueña cara.
Ellos la vida gozaron;
Que para el cielo sus almas
Preparen, a Dios pidiéndole
Perdón por culpas pasadas,
Y en tanto, tú y yo gocemos
De lo que pronto se acaba».
El Escribano muy serio
Bajó al papel la mirada,
Mas se mordía los labios
Porque en ellos retozaba
La risa. Los tres Oidores
Con las manos en las calvas,
Tal vez entre sí decían:
«¡Cosas que en la vida pasan!
Trasquilados hemos vuelto
Y todos fuimos por lana;
Quien anda siempre con chismes
Lo que hemos sacado, saca;
Y todo esto por meternos
En camisa de once varas».

La carta del Rey Fernando
Otra vez puso doblada
En el bolsillo. Inclinose,
Y grave dejó la sala.
Era su vestido blanco,
Llevaba abierta la capa,
Y hacía la luz cambiantes
En su cruz de Calatrava.
675
Su corsé
Corrido el cortinaje,
desde el balcón de enfrente vi su cuarto,
el cuarto de la virgen, que mi sueño
arrulla en las mañanas con su canto.

Jarrones de Sajonia descansaban
sobre consola de bruñido mármol;
y del sol que moría
los postrimeros rayos
hacían resaltar en la penumbra
las doradas molduras de los cuadros,
las lámparas de bronce
los ricos muebles de nogal tallado,
las cortinas del lecho, y en el muro
los brillantes espejos venecianos.

Y en un rojo sillón, que parecía
a su dueña esperar medio borrado
por la naciente sombra,
se veía un corsé de blanco raso.

Y pensé entonces en las frentes pálidas,
y en los risueños labios,
en los azules ojos
y en los cabellos áureos,
en las cinturas breves
y en los ebúrneos brazos;
en el velo flotante de las novias
y de las niñas en los sueños castos,
y de las vírgenes carnes sonrosadas
y en los púdicos senos de alabastro.

¡Quién fuera su corsé! -me dije entonces-,
quién fuera su corsé de blanco raso,
para saber si late aún su corazón ingrato.
Amante abandonado por una infiel amada,
¿Por qué los puños alzas torvo y airado al cielo?
¿Por qué la frente inclinas con hondo desconsuelo
y como loco miras y no ambicionas nada?

¿Por qué te desesperas? ¿Por qué?... Porque
admirada
Pasa; porque es hermosa; porque tu ardiente anhelo
Fue su amor y ahuyentaban tus sombras y tu duelo
Los besos de su boca, la luz de su mirada.

Al recordar su rostro tiemblas y palideces,
y al juzgar que a otro ama, de celos te estremeces,
Porque embriagan tu mente sus hechizos fatales.

Me das lástima, ¡oh mártir de un amor sin ventura!
La vida pasa pronto, fugaz es la hermosura...
¡Piensa en las calaveras, que todas son iguales!
Calavera, burlón y algo alocado
Siempre Ricaurte fue, pero valiente;
Y un día, con Bolívar que iba al frente,
Se marchó a Venezuela uniformado.

De «San Mateo» brilla el sol. Cercado
Se ve el parque. Bolívar, impaciente,
Al cerro se lanzó, como demente,
Y gritó entonces: «¡Todo está acabado!»

Y respondió Ricaurte: «Dondequiera
Fama dejando voy de calavera....
Pues verán lo que haré sin gran trabajo».

Y fuego al parque le prendió. Subía,
Y en las nubes, riéndose, veía
Su castillo de pólvora aquí abajo.
Melancolía del «ayer»... Sorpresa
Triste del corazón que fue cobarde...
Un adiós sin motivo, y que nos pesa
Cuando volver a la ilusión ya es tarde.

Y el alma dice, al recordar un día:
«La culpa no fue suya, sino mía».

Tal vez, a solas, en el mismo instante,
Ya sin que llanto a las pupilas fluya,
Dirá en las sombras otra voz distante:
«La culpa no fue mía, sino suya».

Y las dos voces, en callado giro,
Se unirán, en la noche, en un suspiro.
Y queda en un azul de lontananza,
Sola, una reja, que un rosal enflora,
Y lo que fue de dos una esperanza,
Ya, para siempre, en el dolor se llora.

Y un gemido, que en llanto se disuelve,
¿Diciendo va: «La juventud no vuelve».

Y enjugándonos lágrima furtiva,
O en las manos oculta la cabeza
Vemos que, como sombra pensativa,
Se sienta a nuestro lado la Tristeza.

Y el alma llora, ante esperanza trunca,
Lo que ya al corazón no vuelve nunca.

Entonces es el recordar... La ronda
De lo pasado: la primera riña,
Su dulce voz, su cabellera blonda,
Y su adorable ingenuidad de niña;

Y triste siente el corazón herido
El dolor que nos deja un bien perdido.

«¿Dónde estarás?», nos preguntamos.
«¿Dónde?»
«¿Pasas entre los hombres sonreída,
O callado pesar en ti se esconde
Si eres mitad acaso de otra vida?».

Lejana voz de lo que ya no existe:
¡Cómo nos llegas desolada y triste!

«¡Siempre!» decimos, y es la voz sincera;
Juramos: «¡Siempre!» y el jurar no es vano;
Y no es que el corazón cumplir no quiera
Es porque el corazón es barro humano.

El corazón ser fiel siempre ambiciona,
Mas sin quererlo, siempre nos traiciona.

¿Y para qué culparnos? ¿Y en la vida
Para qué disculpar promesa vana?
Se dice adiós, y el corazón olvida,
Pero también lo olvidarán mañana.

El amor al olvido se eslabona,
Y en amor, sólo es grande el que perdona.
Bajo un cámbulo en flor, en la llanura,
cerca de clara fuente rumorosa
que va regando a su rededor frescura,
sin cruz la abandonada sepultura,
el poeta suicida en paz reposa.

Caprichoso juguete del destino,
pálido, siempre triste, torvo y ceño,
fue en extrañas regiones peregrino,
siempre buscando su ideal divino,
y siempre en pos de su imposible sueño.

Una tarde, a los últimos fulgores
de Sol, cuando en el viejo campanario
del Ángelus vibraban los clamores,
regresó, con su fardo de dolores,
a su hogar el poeta solitario.

«Mi corazón, nos dijo, paz desea;
escribiré»... Para luchar cobarde
Nada más escribió. Su sola idea
era la de la muerte... Y otra tarde
lo vimos que salía de la aldea.

«Dónde vas?» Le dijimos
                                «Una cita;
Voy de prisa... me esperan...» Infinita
calma brillaba en su pupila inerte
«¿Quien? No lo sé. Beatriz... o Margarita».
...Y su cita... ¡era cita con la muerte!

Ya duerme... Y a las sombras, a lo ignoto,
a la negra, infinita lontananza,
lanzó el cansado y pálido piloto,
su blanco ensueño, como mástil roto,
como tabla deshecha, la Esperanza.

Como es tierra maldita, no hay camino
a do el triste cantor descansa inerme;
huye su sepultura el campesino,
solo... y en paz, con su laúd divino.

Pero cuando la luna en los desiertos
ámbitos se levantan, como aurora,
como la blanca aurora de los muertos,
desentume el canto los brazos yertos,
y en su huesa callada se incorpora.

¿Qué dulce voz de misterioso encanto
rompe el silencio de la noche? ¿Es una
serenata de amor?... ¿Plegaria o llanto?
¿Notas de arpas celestes?... ¡Es el canto
del poeta, a los rayos de la luna!

Y surgen a su acento, cual visiones,
las bellas heroínas inmortales
de sus castos poemas y canciones...
¡De su vida, las blancas ilusiones;
del poeta, las novias ideales!

Van surgiendo al vibrar de la armonía,
halo de luz sobre la frente, y llenas
de albas rosas las manos... Se diría
de canéforas blanca Teoría,
bajo arcadas de mármol, en Atenas.

En silencio lo escuchan... Ni un acento
Se levanta inoportuno... Ni suspira
Entre las ramas del guadual el viento.
En torno todo es paz, recogimiento;
todo es quietud al sollozar la ira.

Callad al fin las notas armoniosas;
y a la luz de la luna, que en la quieta
llanura se difunde, las hermosas
ponen sobre las sienes del poeta
una corona de laurel y rosas

Vuelve a cantar la brisa... Lentamente
las visiones se extinguen una a una;
como un áureo jardín es el Oriente,
y el poeta en la fosa hunde la frente,
mientras se borra en el azul la luna.
583
Fugitiva
Dijo el Amor:
                        (entonces a los lampos
                      de un claro sol; en los serenos campos
                      sonreía a la luz la primavera;
                      en el soto arrullaban las palomas,
                      y cada flor en los alcores era
                      como un abierto búcaro de aromas).

-«Yo seré tu poeta: tendrás flores
Para tu frente, y rimas armoniosas
Que cual perlas de luz darán fulgores,
Y perfumes darán como las rosas.

»Seré espacio sin fin para tu anhelo,
La ilusión que te encante...
Seré el azul de tu estrellado cielo,
Seré la estrofa que en tu oído cante.

»Y en la onda dormida
Donde los astros verterán risueños
Su fulgor, en la onda de tu vida
Seré la barca en donde irán tus sueños».

Dijo la Muerte:
                        (entonces a los lampos
                      de un sol de invierno, los marchitos campos
                      sudarios parecían,
                      blancos de nieve y de verdura escuetos,
                      y a lo lejos los árboles fingían,
                      en la bruma, un desfile de esqueletos).

-«Yo soy la Segadora,
La eterna Vencedora
Que con el Bien y la Virtud en guerra
Deja a su paso destrucción y duelo,
La que troncha las flores en la tierra,
La que apaga los astros en el cielo.
Yo soy la Muerte... Ven!»

                                                    Cual rosa blanca,
Como azucena en el vergel riente
Que de su tallo el ventarrón arranca,
Así la Virgen doblegó la frente.

Amó... Vivió... Pasó...!
                                    Fue nube leve

Que llevaba benéfico rocío;
En la montaña azul, copo de nieve,
Y blanca espuma en el cristal del río.

                        (Entonces, al radiar eterna aurora
                      En las tinieblas de la tumba inerte,
                      La Virgen, la vencida por la Muerte,
                      Entró en el Paraíso vencedora).
Ojos dulces y claros, de gracia peregrina,
Más bellos que los ojos cantados por Cetina,
Ojos dulces y claros, de gracia peregrina;

Mano exangüe y sedeña, mano sedeña y breve,
Donde duerme la casta blancura de la nieve,
Mano exangüe y sedeña, mano sedeña y breve;

Labios rojos cual pétalos de rosa purpurina,
Labios rojos que un claro resplandor ilumina,
Labios rojos cual pétalos de rosa purpurina;

Ojos que sois fanales en mi noche, ojos claros,
Labios rojos y manos cual mármoles de Paros,
Dejadme de rodillas y en éxtasis besaros.
Un Ofir imposible de perseguir cansado,
De ese golfo risueño fundaste en la ribera,
Donde plantó tu mano la española bandera,
Una Cartago nueva en país ignorado.

Quisiste que tu nombre quedara cimentado
Sobre el suelo en que alzaste tu ciudad,
y que fuera eternamente gloria de tu raza guerrera,
¡Mas tu anhelo escribiste sobre arena, oh soldado!

Cartagena abrasada bajo ardiente azul puro,
Ve sus grises palacios derrumbarse y su muro,
En el mar que la costa cavando se dilata;

Y hoy, Fundador, tan sólo brilla en tu alta cimera,
Heráldico, testigo de tu ideal quimera,
Bajo una palma de oro, blanca ciudad de plata.
Suetonio en este campo, risueño y florecido,
vivió. Vecina a Tíbar, su quinta sólo un muro
conserva aún, en medio de las viñas, y oscuro
y cubierto de pámpanos un arco derruido.

Aquí, lejos de Roma, de sus pompas y ruido,
cada otoño, del cielo al último azul puro,
a vendimiar venía su viñedo maduro.
Monótona, tranquila, su vida aquí ha corrido.

Fueron en esta calma, de pastoril encanto,
Nerón, Claudio y Calígula obsesión de su mente,
y errando Mesalina bajo purpúreo manto;

y aquí, con férrea ***** que la pasión caldea,
en la cera implacable arañando paciente,
grabó los negros ocios del viejo de Caprea.
Sé que soy irritable, celoso, imperativo,
Infeliz, exigente, que razones no escucho;
Que siempre estoy buscándote querellas sin motivo;
¡Y crees que no te quiero... y es que te quiero mucho!

Te busco, te regaño, y hago tu vida triste...
Serías más dichosa por todos consentida,
Si para mí no fueras cuanto en el mundo existe,
Y si este amor no fuera todo el bien de mi vida.
511
Visita
Sentado ante su mesa de trabajo
Estaba, en tanto que visiones blancas
y vaporosas, en azul ensueño,
En torno de su lámpara flotaban,
y níveos copos de menuda nieve
Daban en el cristal de su ventana.

Y de repente vino a su memoria,
En el hondo silencio de la estancia,
El recuerdo de un hombre conocido
Hacía muchos años. La garganta
Sintió oprimida, y algo de tristeza
y de vergüenza conmovió su alma.

Recordó la humildad de ese hombre triste.
Humildad en acciones y palabras,
Que don ninguno recibió del cielo
y llevó siempre vida solitaria
Como un árbol en áspera llanura.
Recordó sus promesas reiteradas
De ir a verlo en su plácido retiro,
y que aquel hombre en su mansión callada
Esas ofertas siempre agradecía,
Pero creyendo sus promesas vanas.
Y se acordó también de que ese hombre
En su silencio y su humildad lo amaba.

Todos esos recuerdos se agolparon
De pronto en su memoria, en la callada
Sombra que lo envolvía. En su hondo ensueño
Quiso apartarlos, pero voz del alma,
Voz imperiosa estremecer lo hizo.
Se puso en pie. Lucía en su mirada
luz de sonrisa, y respiró, ya libre
del nudo que oprimía su garganta.

Y apresurado se vistió. La noche
Cubría la llanura solitaria,
Y dirigió los pasos en la nieve
Del hombre humilde a la tranquila casa.

Y entró. Después de familiar saludo
y ya sentado cerca de la llama
Entre ese hombre y su humilde compañera,
Que con muda sorpresa se miraban,
Observó pensativo esos silencios
Que interrogan, y son como en las páginas
Esos espacios que la pluma deja
A veces entre frases y palabras.

Y en ambos rostros observó de pronto
como inquietud furtiva, entre las pausas
del lento hablar, mas comprendió en seguida
La causa: No creían, no esperaban
Que viniera, tan tarde, y de tan lejos,
En medio de la nieve y entre charcas,
Sólo por darles un placer, y sólo
Por cumplir su promesa. Y se miraban
Aguardando angustiados que dijera
De ese visita la razón. ¿Qué causa
lo hizo venir en semejante noche?
¿Qué servicio quería? ¿Era una infausta
o grata nueva, la que así, tan tarde,
Lo traía al silencio de esa casa?

Comprendiendo esa íntima zozobra
Quería hablar para infundirles calma,
Pero seguían los silencios lentos,
y seguían pesando las palabras;
y como él temerosos los veía
de una revelación inesperada,
Ante ellos se sintió como acusado,
Confuso, torpe, y en angustia el alma.

Y se vio como lejos...  lejos de ellos,
Como si frente a frente no se hallaran,
Hasta que en pie, para salir, se puso.
La angustia que sus almas embargaba
Al fin cesó. Lo comprendieron todo...
Vino por ellos, para hacerles grata
Esa noche de invierno; solamente
Por ellos... y en sus ojos irradiaba
Luz de alegría. Quiso verlos alguien
En su vida tranquila y solitaria;
Visitarlos, oírlos... Y más fuerte
Que la nieve, y el frío y la distancia
Fue ese deseo. Vino a verlos alguien
En el hondo silencio de sus almas...
Alguien al fin llegó. ¡Cuánto alborozo!
Fluían de sus labios las palabras,
y para retenerlo, sonreían,
y entusiasmados a la vez hablaban.

Les prometió que volvería. Y antes
De llegar a la puerta, la mirada
Tendió en redor,  porque en la mente quiso
La memoria fijar de aquella casa.
Clavó la vista en cada mueble; luego,
Como queriendo concentrar el alma
En un recuerdo, los miró callado
Porque en el fondo de su ser dudaba
Si volvería... Y se perdió su sombra
En la llanura, por la nieve, blanca.
495
Elegía
Áureos buriles en pulido mármol
Graben su nombre; que su busto esplenda
Alto y severo; que su sien decore
Lauro apolíneo.

Musa del bardo que cantó las hondas
Selvas y ríos de la patria... Musa
Libre del Ande, que a su tumba vienes,
¡Pliega las alas!

Ara intocada de su ardiente culto
Fue siempre el Arte; y con unción votiva
Dio, como ofrenda a los eternos Númenes,
Ánforas bellas.

Arcade nuevo, de la selva andina
Hizo, en sus cantos, a los dioses templo;
Y ellos oyeron, de su lira acorde,
Clásicos ritmos

Himnos los suyos armoniosos fueron,
Cantos de hosanna, que cual triunfo vibran
Hoy, cuando extraños ¡Poesía sacra!
Ajan tu veste;

Veste que siempre fulguró distante,
Peplo de diosa en consagrado plinto,
Y hora, arambeles que en el hombro lleva
Vulgo profano.

Frentes se inclinan a su paso. El cielo
Radia en fulgores, y el silencio crece;
Y óyese, lejos, en azul de altura
Vuelo de águilas.

Raudo desfile sobre erial galopa...
¡Potros salvajes que cantó! Las crines
Sueltas al aire... y al tropel de cascos
Tiembla la pampa.

Potros pamperos... ¿Los oís? De polvo
Nubes levantan, y al tocar la cumbre
Rápido el viento, retrasado vuela,
Vuela tras ellos.

Rojas corolas cual la sangre suya,
Ecos de bosques y armonías altas,
Fueron de su alma, segador de ensueños,
Lírica siega.

Frente a sus ojos se extendió anchurosa
Selva de siglos, con inmensas aguas;
Tierra fecunda, y el azul cortando
Fúlgido el Huila.

Toda la tierra tropical; e inmenso
Campo a su vista, con hervir de savia;
Y ávido entonces de laureles, hizo
Suya la selva.

Sueña una garza en su visión de bosque,
Tiende a las ondas el nevado cuello,
Y alza en el pico, destellando en iris,
Vivida escama.

Fue claro río que en radiantes días
Ceibas y palmas contempló en sus ondas,
Y albo de espumas, reflejó de noche
Rubias estrellas.

Diáfano el cielo palpitó en su canto,
Alas de cimas por sus versos se oyen,
Y álzase de ellos, cual de vasos níveos,
Hálito eterno.

Áureos buriles en pulido mármol
Graben su nombre; que su busto esplenda
Alto y severo, y que su sien decore
Lauro apolíneo.
La ciudad, silenciosa,
En sueño profundo reposa.

Parpadean los luceros
En la bóveda tranquila;
En los viejos reverberos
Gas indigente vacila.
Entre negros nubarrones
La luna empieza a brillar,
y hace en rejas y balcones
Las vidrieras fulgurar.

La noche en los castaños de la plaza suspira,
La noche en donde un resto de fulgor flota y gira;
Todo es quietud y sueño bajo el boscaje umbrío...
¡Alma!, ponte de codos en el puente, y aspira
La frescura que sube, la frescura del río.

Tan grande es el silencio, que siento miedo y frío...
Sólo en la calle se oyen mis pasos... Está llena
De silencio mi  alma... La media noche suena.

Sobre los altos muros del convento
Mueve las ramas susurrando el viento.
Huérfanas... Colegialas parlanchinas...
Cintas azules en las esclavinas...
Jardín fragante de las Ursulinas.

Por la verja del parque abandonado
Pasa el aura con trémulo suspiro;
y una estrella, con brillo opalizado,
Parpadea al través del emparrado,
Como una lamparilla de zafiro.

¡Oh los techos de pizarra, negros y altos campanarios,
Vírgenes que en hondo sueño reclinasteis la cabeza,
Cuellos que lleváis pendientes azules escapularios,
Oh los cuerpos sin pecado sobre lechos de pureza!

Aquí la hora que pasa de igual hora va seguida,
y en paz la inocencia duerme sobre el umbral de la vida .

A la incierta
Claridad
De la luna, más desierta
y más triste, en esta calma,
Mira el alma
La plaza de la ciudad.

Una ventana brilla sobre una oscura casa;
En la alcoba una lámpara riega su claridad,
y a la luz que tamiza velo de nívea gasa,
Furtiva, por instantes, se ve que pasa y pasa
De una mujer la sombra, con íntima ansiedad.

Los brazos levanta al cielo
Por la ventana entreabierta.
Es un alma que solloza, es un alma en hondo duelo,
Que deja caer sus lágrimas sobre una esperanza muerta.

¡Oh secretos ardores en noches provinciales,
Almas que se consumen, almas no comprendidas!..
¡Oh senos devorados por deseos carnales!
¡Oh desoladas súplicas, jamás de nadie oídas!

¡Yo os evoco en las sombras, amantes ignoradas,
Cuya carne se agosta, bajo contraria suerte,
Que en solitarias noches lloráis desesperadas,
y para amar nacidas, y de amor devoradas,
Iréis a dormir vírgenes en brazos de la muerte!...

y el alma pensativa.
En esta noche azul de primavera,
Fija está en la vidriera
Dónde pasa la sombra fugitiva.

La cortina al viento vaga.
y la lámpara se apaga.

En las tinieblas no hay luz que irradie.
Se hunde la luna...
                            Suena la una
y en la calle triste, nadie                 nadie... nadie.
En las noches de insomnio, cuando el viento
Se oye en los corredores cual gemido,
Y, agrandado en la sombra, todo ruido
Llega a la oscuridad del aposento,

Con qué amargura viene al pensamiento,
A torturarlo, cuanto se ha perdido,
Y cuanto «pudo ser y que no ha sido»
Por propia cobardía o desaliento!...

Entonces, con la frente pensativa,
Vemos que los recuerdos van pasando,
Y nos arrancan lágrima furtiva;

Y son cual los cantares campesinos
Que oímos por la noche, suspirando,
En la gran soledad de los caminos.
Y seguimos pensando en el mañana,
Tal vez sobre arrasada primavera,
En el azul de la ilusión primera
Que la vida borró cual sombra vana;

En los ensueños de la edad lejana
Que brillan ya con claridad postrera,
Y en la amargura de una larga espera
¡Para encontrar cerrada la ventana!

Y entre la soledad aterradora
Que en torno de nosotros se ennegrece,
Pensamos: «¡cuándo asomará la
aurora!»...

Y entonces, de terror sobrecogidos,
¡Cómo en la sombra el alma se estremece
Con el recuerdo de los tiempos idos!
¡Qué tristes los crepúsculos
                  De días otoñales!
¡Qué pronto que anochece para el que sueña solo!
Detrás de las vidrieras ¡qué largas son las tardes!
                  Desiertos de parejas
                  Los bancos en el parque...
Ya no se ven los claros vestidos de otros días;
Trajes oscuros, y hojas que ruedan de los árboles.

                  Danzando van las hojas
                  Por plazas y por calles.
Coches y coches pasan; adentro amor y besos;

Aquí el recuerdo, y solo, mientras las hojas caen.

                  El parque se ennegrece...
                  Sobre los bancos, nadie.
¡Cómo baja la noche sobre las almas solas!...
¡Qué tristes los recuerdos cuando las hojas caen!
Para que de las Náyades el compañero amado
haga el macho a la oveja agradable y propicio,
y el rebaño que pace, del campo entre el bullicio,
a orillas del Galeso, quede multiplicado,

es fuerza que esté alegre, que del techo abrigado
del pastor, en invierno, reciba el beneficio;
el familiar Demonio ve todo sacrificio,
sobre mesa de mármol o en tierra, con agrado.

Honremos, pues, a Hermes Inmortal. En su altura
prefiere a templo o ara siempre la mano pura
que una impoluta víctima a los dioses ofrezca.

Amigo, un hilo alcemos al final de tu prado.
y que sangre de un macho cabrío degollado
ponga negra la arcilla y el césped enrojezca.
Una luz azulada
Por el llano y los árboles se extiende.
                  Va al redil la vacada,

Y una estrella, entre nubes asomada,
Con un fulgor azul radiosa esplende.

                  De un sonrosado esmalte
Se ve la cima del poniente orlada,
Y del sol la postrera llamarada
Hace que el cielo más azul resalte.

La tarde, azul... Y entre el azul risueño
                  Del campo y de la altura,
                  Flotar parece languidez de ensueño
                  En el silencio azul de la llanura.
¡De qué poco depende la suerte de un partido!...
Era Pradilla el jefe de la plaza ese día;
Ordóñez el Congreso Nacional presidía,
Y entre ambos el siguiente pacto fue convenido:

«Entrarás con la tropa si un pañuelo escondido
Saco y te hago una seña».
                                        El tumulto crecía,
Y Pradilla esperaba. La señal no veía.
Arreciaba el desorden. Y López fue elegido.

Después cuando Mosquera, con música en la plaza,
Da «vivas», a caballo, y a todo el mundo abraza,
-Alegría de unos y de otro hondo duelo-

Pradilla a Ordóñez díjole, con voz adolorida:
«Esperé por tres horas la señal convenida».
Y Ordóñez le repuso: «Se me olvidó el pañuelo».
Madres desventuradas, pobres madres en duelo,
Vuestros gritos de angustia los oye siempre el cielo.
Dios, que guía en los aires al pájaro perdido,
A una misma paloma conduce a un mismo nido.
Madres desventuradas, ¡oh madres sin fortuna,
Siempre se comunican el sepulcro y la cuna!...
¡Cuántos secretos guarda la Eternidad sombría!

La madre cuya historia voy a narrar vivía
En Blois, su hogar quedaba contiguo a nuestra casa;
Lo que Dios da o permite lo tenía sin tasa;
Se casó con el hombre a quien amó rendida,
Y un hijo tuvo: el goce más grande de su vida.

La cuna parecía, bajo un blanco cendal,
Nido de encaje y seda, junto al lecho nupcial.
De noche, a ¡cuántos dulces ensueños se entreabría
Su corazón de madre, y cuál resplandecía
Su mirada en la sombra, cuando ahogando el aliento,
Sin sueño, y en la cuna clavado el pensamiento,
Incorporada oía, con maternal cariño,
La serena y tranquila respiración del niño!

Feliz, al verse madre, cantaba a toda hora;
Su vida, por lo alegre, semejaba una aurora.

Sentado en sus rodillas bajo el materno arrullo,
«¡Ángel mío!», decíale, loca de amor y orgullo;

Mil nombres inventaba para llamarlo, cuanto

Se inventa para un hijo: «¡Tesoro, luz, encanto!»

Lo alzaba, lo ponía sobre el seno. Después
Le devoraba a besos los sonrosados pies,
Tanta dicha en la tierra sueño le parecía...
Con sonrisa de ángel el niño sonreía.

Frágil trémulo, como cervatillo a que espanta
El ruido de una hoja que la brisa levanta,
Crecía, Para el niño crecer es vacilar.
Dio los primeros pasos. Después empezó a hablar,
Tres años tuvo, gárrula edad en que locuela,
La palabra, como ave, las alas bate y vuela.


«Hijo mío», decía con inefable goce;

«¡Cuán grande está, miradlo! Ya las letras conoce;
Pide vestidos de hombre. Ya no quiere el muy pillo
Ni dulces, ni juguetes, ni ropas de chiquillo.
Son el diablo estos niños de ahora. ¡Cómo aprenden!
¡Si todo lo adivinan, si todo ya lo entienden!
El mío irá muy lejos. Será hermoso su sino,
¡Y al correr de los años sabrá abrirse
camino!»
Y al mirarlo con ojos de orgullo y de pasión
Latir sentía en su hijo su propio corazón.

Un día -¡de esas fechas fúnebres quién no tiene!-
El crup, horrible buitre de las sombras, que viene
Siempre a traición, el vuelo para sobre ese techo
Que cubría tres seres felices; en acecho
Espera al niño; rápido cae sobre él; lo agarra,
Y en la garganta frágil hinca la artera garra.

Si acaso no habéis visto la horrorosa agonía
De esos pobres pequeños, de la tierra alegría,
No sabéis de amarguras, ni del dolor que mata.
Luchan y se retuercen bajo el nudo que ata
Sus gargantas; la sombra les invade los ojos
Que sin vida se mueven entre círculos rojos;
El aliento les falta... Se siente angustia y frío...
¿Por qué los niños sufren y uno vive, Dios mío?
Y surge de sus labios tan extraño extertor,
Tan triste y misterioso, que el alma con pavor
Parece oír en esos angustiosos quejidos
Del cuervo del sepulcro los fúnebres graznidos.

Silenciosa, furtiva, la Muerte entra a la alcoba,
Y de ese hogar la dicha como ladrón se roba.

Un padre y una madre de hinojos ante el lecho;
Lágrimas y sollozos que desgarran el pecho,
E impasible ante tanto dolor el infinito...
¡Oh, la palabra expira donde comienza el grito!

Con el alma transida por el dolor, la madre,
En tanto que a su lado lloraba el pobre padre,
Tres meses duró inmóvil, con aspecto sombrío,
Y los ojos clavados en el lecho vacío.

Triste, febril, sin fuerzas, a nadie respondía;
Y a veces en voz baja repetir se le oía
-Los labios temblorosos y el pensamiento fijo-
Como hablando con alguien: «¡Devuélveme a mi hijo!»


El médico, entretanto, viendo dolor tan hondo,
Tanta amargura, al padre decía: «No respondo

De su salud si sigue tan triste y silenciosa;
Es fuerza distraerla, que piense en otra cosa,
Que salga de su encierro».

Pasó el tiempo. Y un día
Volvió a sentirse madre.
Junto a la cuna fría

De aquel ángel efímero recordando el acento,
Sola, muda, dejaba vagar el pensamiento.

Y el día en que de pronto sintió la sacudida
De un ser en sus entrañas, nuncio de amor y vida,
Palideció. «¿Quién llama?
¿Quién viene de otro Mundo?»

Dijo con hondo acento de un gran dolor profundo;
Y en lágrimas de fuego bañadas las mejillas,
Y ante la cuna sola postrada de rodillas:
«¡No... no quiero! clamaba, «porque tendrías celos»

«Tú, mi ángel dormido, que todos los anhelos
Te llevaste y los sueños de mis felices días»;

«Ya otro ocupa mi puesto», sollozando dirías;

«Mi madre lo ama, ríe... lo besa, y yo entretanto
Sin el calor de un beso duermo en el Camposanto,
Olvidado de todos, tiritando de frío...»

«No, nunca!...»

Así lloraba ese dolor sombrío.
Y por la vez segunda se vio madre. Dichoso
Dijo el padre: Es un niño. «¡Cuan rollizo y hermoso!»

Pero ella continuaba llorosa y abatida,
Y en el recuerdo antiguo de su amor abstraída.
Y al acercarle el niño, pensando en el ausente,
En el que fué en su cielo ráfaga refulgente,
Como en delirio trata de incorporarse, y mustia,
«¡Ese ángel está solo!», dice con honda angustia.

Mas de pronto, ¡oh milagro!, con aquel conocido
Acento que no olvida, oye al recién nacido
Que cerca de su seno, y en la sombra callada,
Murmura: «¡Soy el mismo, pero no digas nada!»
437
Artemis
De los bosques los acres olores difundidos,
cazadora, han inflado tu nariz anhelante,
y partes, en tu virgen energía pujante,
tendiendo los cabellos hacia atrás esparcidos.

De los leopardos haces con los sordos rugidos
temblar hasta la noche la Ortigia resonante,
entre la orgía saltas, orgía repugnante
de perros destrozados, en la yerba tendidos.

Y mucho más te place que en el bosque te hiera
dura espina, o que diente se clave, o garra fiera,
en tus brazos gloriosos por el hierro vengados;

Pues la cruel dulzura quieres gustar, oh Diosa,
le mezclar, en tus juegos, la púrpura radiosa
Con sangre horrible y negra de monstruos degollados.
Tus cuatro sílabas suenan,
«Teusaquillo, Teusaquillo»,
Como un cantar armonioso
Que va en la noche perdido.

«¡Teusaquillo!» De los Zipas
Plácido y buscado asilo,
Cuando en época de lluvias
En el llano el turbio río
Formaba grandes pantanos
Y borraba los caminos!...

De los empinados cerros,
Bajo ramajes tupidos
En las quiebras, murmurando
Dos arroyos cristalinos
Descienden. Cercados pozos
Aquí, al soplo de los riscos,
Tienden sus fríos cristales,
En que peces fugitivos
Nadan, en límpidas aguas,
Donde el serrallo escogido
Del Zipa, su carne bruna
Hunde en mañanas de estío.
Aquí jarrones de Ráquira
Se ven con dibujos finos;
En pilares, cornamentas
De ciervos, conchas, colmillos
De leopardos; en colgantes
Jaulas, bajo cobertizos
De tupida cañabrava,
Son deleite del oído,
De aves de variadas plumas
Dulces cantos no aprendidos
En los maizales de Tenza
O en las selvas del Gran Río;
Labor de orfebres quimbayas
En los muros se ven ídolos,
Y sobre tapiz de esparto
Que se extiende a todo el piso
Pieles y telas vistosas
Teñidas de rojo vivo,
El mismo que en grandes piedras
Perdura en los jeroglíficos.

El Licenciado su gloria
Manchó con nuevo delito.

No pudo entregarle el Zipa
Los tesoros repartidos
A los nobles del Zipazgo,
Y murió en tormento inicuo.
Pero los tres responsables
Sufrieron duro castigo,
No castigo de los hombres
Más sí del poder divino:
Uno, muerto por un rayo,
En día de cielo limpio,
Otro en un juego de cañas,
Y otro, de lepra raído.

Por el incendio de Bosa,
Ya sin techos como abrigo,
Para el Reino conquistado
Capital Quesada quiso,
Y todos, asiento de ella
Fijaron a «Teusaquillo»
Y cuando llegó Quesada
Al lugar que fue escogido
El recuerdo de la vega
De Granada al punto vino
A su mente, vega hermosa
En donde jugó de niño.
La Serrezuela de Suba,
Bajo un azul opalino,
Fingió que era «Sierra Elvira»;
Las colinas de «El Suspiro
Del Moro» le recordaban
Las de Soacha a su espíritu
Y los dos cerros cercanos,
En claro fulgor ceñidos,
Trajéronle a su memoria,
Entre fantástico brillo,
Los collados de Granada
Con un misterioso hechizo.

Y por eso «Nuevo Reino
De Granada», al punto dijo,
«Será el nombre de esta tierra
Del Rey de España y de Cristo».
La aurora del seis de Agosto
Llegó espléndida. Bullicio
En el campamento. Alegre
Son de cornetas. Relinchos
De corceles apastados,
Y terror en los bohíos.

De todos los que lloraban,
Ante sus ocultos ídolos,
La muerte vil de su Zipa,
En lento y cruel suplicio,
Con los huesos destrozados,
En una tabla tendido.

Ya recogidas las toldas
Avanzan a «Teusaquillo».

Se apea de su caballo
Quesada -los ojos fijos
De todos en él- arranca
Puñado de hierba; altivo
Se yergue; lo agita y dice:
«De estos remotos dominios
Tomo posesión perpetua
En nombre de Carlos Quinto».
Vuelve a montar. Y prosigue,
Con fuerte voz: «Desafío
A todo aquel que se oponga
A esta fundación... ¡Oídlo!»
Desnudo brilla el acero,
En su puño fuerte erguido,
Y vuelve a envainarlo.
Nadie
Sus palabras contradijo.

Y al punto ordenó que doce
Casas de techo pajizo
Se alzaran, de los Apóstoles
En recuerdo.
Fray Domingo
De Las Casas por mandato
De Quesada, en ese mismo
Instante empezó una ermita
Con españoles e indios,
Y en tela de burdo lienzo
Incólume ante los siglos,
Un crucifijo pintado
Se alzó en el altar.
¡Y Cristo
Abrió los brazos pidiendo
Piedad para los vencidos!

Y desde aquella mañana,
Cuando cambió «Teusaquillo»
Su nombre por Santa Fe
De Bogotá y Carlos Quinto
Iba con un nuevo reino
A ensanchar su poderío,
El sol ya no se ponía
En españoles dominios.
El marfil con tal arte ha sido cincelado
que en él se ven de Colquida la floresta sombría
la hermosa Medea. Y el Toisón, como el día
radiante, en una estela reposa recostado.

El Nilo, cerca; y ebrias, bajo el azul dorado,
Las Bacantes, que riegan perfumes y ambrosía,
adornan con un pámpano, entre luz de alegría,
el yugo de una yunta que lenta huella el prado.

Abajo hay un combate de caballeros rudos;
después, héroes que vuelven muertos en sus escudos,
ancianos sollozan les y madres plañideras;

y en fin, en forma de asa, encorvando sus flancos,
apoyando en los bordes sus firmes senos blancos,
en el ánfora vense bebiendo las Quimeras.
Cuando tú duermas sola y olvidada
En un angosto féretro,
Y la cruz del Señor sobre tu fosa
Vele tu último sueño;

Cuando a caer empiecen tus mejillas
Y gusanos hambrientos
Hiervan entre las cuencas de tus ojos,
Que tan hermosos fueron;

Será el reposo para ti martirio;
Será martirio nuevo,
E irá tenaz remordimiento horrible
A morderte el cerebro.

Y aunque la santa cruz tu sueño ampare,
Ese remordimiento
Irá a tu fosa, donde duermes sola,
A remover tus huesos.

Seré el Remordimiento. Iré a buscarte
De noche, en el silencio;
Como una hiena que del día huye
Iré a turbar tu sueño;

Y con las uñas cavaré la tierra,
Y por la ira ciego
La cruz que marque tu postrer morada
Arrancaré del suelo.

¡Cómo en tu corazón el odio antiguo
He de saciar colérico!...
¡Y con qué gozo clavaré las uñas
En tu cárdeno seno!

A tus lívidas carnes he de unirme,
Y me uniré a tus huesos,
Como sombrío espectro de venganza,
O aborto del infierno.

Y a tus oídos, que en lejanos días
Mis quejas desoyeron,
Diré palabras que, cual hierro ardiente,
Quemarán tu cerebro.

Y cuando tú me digas: «¿Por qué viertes
En mí cruel veneno?»
Yo te responderé: «¿Ya no te acuerdas
De tus blondos cabellos?

¿No recuerdas la rubia cabellera
Que fue cual manto espléndido,
Y tus pupilas negras y profundas
Con fulgores de incendio?

¿Ya olvidaste lo esbelto de tu talle,
Las formas de tu cuerpo?
¿Ya no recuerdas tú cuan blanca eras,
Y tu rostro cuan bello?

¡Y yo te amaba! Y a tus pies me viste
Y cerraste tu pecho...
¡Y por una mirada de tus ojos
Feliz hubiera muerto!»

¿Ríes? Escucha. De tu abierta fosa
Levantaré tu cuerpo,
Y en la picota lo pondré desnudo
Como infamado reo.

Mis versos son picota en que a la burla
De los hombres te entrego,
Picota en que te entrego a la amargura
De indecibles tormentos.

Morirás otra vez. Te daré muerte
Con un martirio lento,
Y tu vergüenza -la venganza mía-
¡Pondré en tu frente como estigma eterno!
421
Ariana
La Reina, al son de fúlgidos clarines vibradores,
desnuda, y en el lomo de un gran tigre tendida,
ve, con la Orgía inmensa de que ella va seguida,
el avance de Baco, del mar a los rumores.

y el monstruo, bajo el peso real, entre fulgores
de sol radiante, huella la playa florecida;
y al roce de la mano que conduce la brida,
muerde, de amor rugiendo, de la brida las flores.

Sueltos sobre la espalda los dorados cabellos,
uvas negras  y de ámbar enlazadas en ellos,
la Esposa no oye entonces el rugido estridente.

y ebria al fin de ambrosía su boca, y anhelante,
y olvidando sus gritos hacia el infiel amante,
ríe al próximo beso del Domador de Oriente.
Para mi canto quiero verso alado,
Verso como un aroma que se exhala
Cual de flor irreal, en un callado
Jardín de otoño, y con temblor de ala.

Verso con suavidad de terciopelo,
Ritmo que me conoce entre la sombra,
Que ondula en calma, en armonioso vuelo,
Y que cantando en el azul me nombra.

Un verso como arrullo en confidencia,
Luz muy lejana que vivaz no arde,
Dulce canto en la noche de la ausencia,
Gris del alba y tristeza de la tarde.

¡Pero imposible y vanidoso anhelo
Del alma del poeta soñadora!....
¡Desde la tierra, resplandor de cielo
La Musa mira, y en silencio llora!
410
El baño
Blancas y azules, la ligera ronda
De mariposas en la orilla juega,
Y el río, en un recodo de la vega,
En ancho pozo la corriente ahonda.

De alto nogal bajo tupida fronda,
Ella, a bañarse, de mañana llega;
Pronto a las aguas su pudor entrega
Y de ellas se alza su cabeza blonda.

Y de repente brilla en sus cabellos
Un manojo de fúlgidos destellos
Que filtra el sol por el ramaje umbrío;

Y su áurea cabellera destrenzada
Es como una radiosa llamarada
Que va flotando en la mitad del río.
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