Acabo de recordar lo que me marcó de las nubes cuando miré alto, obedeciendo. No fue su forma ambigua de reconocerlas o de ver personajes inmaculados en ellas.
Recordé, también, la mirada insaciable de edificios inmóviles pero con vida, perennes totalmente por amor a guiar.
Te conocí ahí, más que en otro lugar. Se despojaron las miradas y se tersó la piel achicando los espacios en nuestras gargantas. Así como el poco calor aclaró mi piel, la tuya se fue derritiendo por el ácido de tus lagrimas.
Mis manos se dejaron ver mientras se entorpecían mis palabras que acuchillaban más fuerte tu pecho que jadeaba por el llanto nervioso.
Me entristecían demasiado tus gotas, caían cada una aumentando mi culpa, chocando con tu piel rojiza imperfecta.
No sería cualquier puta la que llorar te hizo, pero no quisiera adentrarme a las costumbres. Prefiero escurrirme por mis propias excusas y hacerle un homenaje a tu nombre.
Prefiero, creo... Que se levantasen todas las cadenas perpetuas y pagarlas cada una dos veces, así, sin pena, podría volver mi cara hacia ti, sin vergüenza y con permiso podría en la prominencia verte.