«Te escribo amigo mío en una noche sin luna, velado por el insomnio y el peso del remordimiento que llevo conmigo desde hace años... Sabes, nuestra amistad se fue deshaciendo lentamente, casi de manera imperceptible a nuestros ojos, como el agua que se filtra entre las manos hasta desaparecer sin dejar rastro. Y ahora, recordarlo, duele. Duelen aquellos días de juventud efímera, donde todo parecía arder con un vigor que jamás volverá. Me habitué demasiado a vuestra presencia, a esas conversaciones interminables bajo el calor abrasador de junio, a la familiaridad de tu voz llenando los silencios. Y hoy que ya no estás todo me parece vacío, carente de sentido, como si el mundo hubiera perdido su forma y esencia cuando dejaste de habitarlo conmigo. Lo cierto es que lo que nos separó no fueron los kilómetros, ni la distancia de los días, ni siquiera los silencios prolongados de las disputas. No… lo que nos apartó fue invisible, imperceptible, algo que no se mide en tiempo ni en espacio, sino con la fragilidad del corazón humano...»