Una brisa suave entró por mi ventana. Fue cálida, fue silenciosa. No se movieron las cortinas. No opusieron resistencia.
¿Acaso puede nombrarse una brisa?
No tuvimos tiempo de tomarla. No pudimos entender su plenitud, ni su fuerza, ni hasta dónde llegó. Pero entró en tu casa… y entró en la mía.
¿Sientes ese silencio? Yo también lo siento. No sabemos cómo llamarlo. Ni siquiera podemos escucharlo. No hay nada. No hay silbidos, ni voces, ni ecos.
¿Te has detenido a mirar el paisaje? Yo también lo he hecho. No lo había visto antes. Esas montañas no se habían presentado. No había colinas, ni ríos, ni flores. Tal vez solo cielo nublado.
¿Cómo podemos llamarlo?
Tal vez… no hay nombre. Y esto que vivimos, que sentimos, que quisimos, no puede tenerlo.
¿Quisimos…? ¿Qué fue eso? ¿Cómo se llama?
¿Te lo preguntas también en tus largas noches? ¿O solo recuestas la cabeza en la almohada, y te sumerges en tu mundo interior, intentando evitar tu realidad?
¿Acaso, en tu almohada, puedes nombrar esto?
Yo no. Y tal vez no quiera hacerlo.
Porque es imposible. ¿Brisa? ¿Silencio? ¿Paisaje? ¿Amor? No lo se. Tú tampoco.
Tal vez vivirá sin nombre, pero vivirá. Porque fue real, aunque no tenga nombre.
Para todo aquello que nos tocó el alma, pero no pudimos ponerle nombre ni etiqueta. No tuvo prólogo, pero tampoco final.