El silencio es eterno, porque no necesita tiempo para existir. No se mide en minutos, se mide en lo que pesa cuando nadie lo ve.
Está ahí, esperando que cierres los ojos y te atrevas a escuchar lo que siempre estuvo.
El silencio no muere, porque nunca nació. Simplemente está desde antes de vos y seguirá cuando ya no digas más nada.
A veces lo confundimos con la soledad, pero no es lo mismo. La soledad es ausencia de otros. El silencio, en cambio, es presencia de uno mismo.
Callamos no por falta de palabras, sino por exceso de verdades que no saben vestirse de sonido. Y cuando eso pasa, el silencio se convierte en espejo: te muestra lo que sos, lo que fuiste, y lo que nunca vas a poder decir.
Hay silencios que abrazan. Otros, que arden. Y algunos, como el mío, se quedan a vivir en el pecho, como si fueran parte del cuerpo aunque nadie los vea.
El silencio no es cobardía. Es sabiduría sin aplausos. Es entender que a veces lo más profundo no se comparte… se guarda. Se lleva. Se respira como si fuera parte del aire.
Y aunque el mundo grite, aunque todo sea ruido, hay un rincón en mí donde siempre reina el silencio.
No porque lo elija, sino porque me habita.
Porque soy más verdadero cuando no digo nada. Y porque en este mundo que exige respuestas, yo prefiero ser la pregunta que nunca se formula, el eco sin voz, el pensamiento que nunca se atrevió a salir.
El silencio es eterno. Y quizá, yo también lo sea en él.