Ya sé que no me esperas. Lo sé, como se sabe que el invierno no pide permiso para helar las flores.
Y aún así, en algún rincón absurdo del pecho, algo insiste en crecer hacia ti, como esas enredaderas testarudas que escalan los muros de las casas vacías.
Sueño. Noche tras noche, mi alma deletrea tu nombre en morse, mientras la razón me repite —como un disco rayado— lo que ya sé: que te marchaste, que los trenes no retroceden, que nuestro futuro es solo un mapa devorado por la lluvia.
Mi mente lúcida —esa traidora— ordena soltarte. Pero el corazón es un perro viejo que se enrosca en tu chaqueta olvidada, a esperar.
Si eres feliz, debería bastarme. Pero las noches son largas y en mi cama deshabitada hasta el silencio molda tu ausencia.
Los sueños son ahora carnívoros: devoran mi calma, escupen tu rostro. Me duermo para huir, pero despierto es cuando caigo en tu trampa de barrotes: esos recuerdos que no se oxidan.
Mi corazón, ese necio, quiere hacer las maletas y perseguirte hasta el horizonte. Pero tu vida —ese expreso sin frenos— ya arrancó de mi andén, y solo me dejó el escozor de tu vapor.
Déjame soñarte, al menos entre líneas. Aquí, en este poema, todavía puedo gritarte: "¿Por qué te vas?" aunque la respuesta sea un hongo gris en los labios del tiempo.