La tristeza no grita. Te lo juro. Sólo se sienta a fumar en la esquina del alma y te mira con los ojos rotos.
No hace escándalo. Te acompaña callada, como una sombra que aprendió a no pedir permiso para quedarse.
Se esconde detrás de los "todo bien", en el "jajaja" escrito sin ganas, en las miradas que no saben dónde caer porque el mundo duele hasta en los ojos.
Nadie la escucha, pero todos la ven. En la forma en que te abrochás la campera como si fuera armadura. En los audios que grabás y no enviás. En el celular que suena menos que tu corazón.
La tristeza no rompe platos, pero rompe rutinas. No destroza puertas, pero te deja con el alma descuadrada.
Te hace dormir tarde y despertarte sin ganas. Te convierte en actor de tu propia vida. Sonreís, sí. Pero es teatro.
Y lo peor es que nadie lo nota. O peor aún: lo notan y miran para otro lado.
La tristeza no grita. Pero tiembla en tus manos. Se arrastra en tus silencios. Y llora en voz baja cuando nadie mira.
Y vos, que te volviste experto en disimular, sabés que no se cura con abrazos flojos ni frases de Instagram.
Se cura con presencia. Con alguien que se quede aunque no sepas qué decir.
Porque aunque no grite… la tristeza se nota. Y si alguien te ve, te salva.