A veces, la daga no entra por la espalda. A veces la sostiene una mano que un día te sostuvo el alma.
El traidor no siempre odia: a veces simplemente olvida quién fuiste cuando nadie más te veía.
Y duele. Duele más que el hambre de justicia, más que el silencio de un “te quiero” no dicho, más que el eco de la confianza rota retumbando en las paredes de la memoria.
¿Sabés qué es traición? Es ver que alguien se queda, pero por dentro, ya se ha ido. Y vos, como un tonto, seguís creyendo que late, que siente, que lucha. Pero no. Está vacío. Y aún así, lo abrazás.
Porque uno no se traiciona de golpe. Uno se va matando de a poco, cuando perdona lo imperdonable, cuando tapa con sonrisas lo que sangra, cuando acepta migajas de quien un día fue tu banquete.
La traición no tiene nombre. Tiene gestos. Tiempos. Ausencias disfrazadas de presencia.
Y uno guarda silencio. Porque explicar una traición es revivirla. Y el alma ya no tiene fuerza para otro funeral sin cuerpo.
La herida no supura sangre, supura recuerdos. Supura la risa que ya no vuelve, las promesas que murieron de frío en medio de una conversación vacía.
Y sin embargo… seguimos. Con la herida abierta, y el corazón aprendiendo a cerrarse solo para quien sepa quedarse.