Entre mis dedos reposaba la manzana perfecta, su piel carmesí pulida por mil besos de sol.
A su alrededor, las verdes hermanas susurraban su envidia, mendigando trozos de su rojo vestido para cubrir su inmadura desnudez.
Y ella, generosa hasta el delirio, les regaló su piel, su dulzura, arrancó su última hoja para enjugar lágrimas que nunca fueron suyas.
Ahora la luz la quema, su carne se oscurece como noches sin luna, como pensamientos que se pudren en silencio.
Cayó. No al suelo fértil, sino sobre páginas blancas, donde sus jugos se transformaron en tinta.
En su agonía escribió, cada letra una porción de su ser, cada palabra un pedazo de piel donándose al papel.
Las hojas secas, como mortajas, cubrieron sus ojos, robándole el último azul del cielo.
El tiempo, juez cruel, la envejeció entre libros, sin decirle que su dolor era tierra fértil, que su alma fragmentada germinaría como semilla para todos los sedientos que buscan belleza en el bosque de las palabras. Mel Zalewsky.