Se moldeó a sí mismo, convirtiéndose en cuna para pétalos quemados, para flores que el fuego no pudo reducir a ceniza.
No pregunta el precio de las rosas, ni exige colores brillantes. Abre sus brazos de cristal hasta a la planta más verde, a la que aún no aprende a florecer.
Los espinos —afilados como mentiras— no logran rayar su superficie. Los envuelve en algodón, como si el amor pudiera domesticar hasta el filo de la herida.
Su agua es rocío: lágrimas evaporadas de aquellas que nunca conocieron la lluvia.
Y las rosas marchitas, ahora café como tierra vieja, gritan hacia sus letras grabadas, pidiendo que las palabras les devuelvan el rojo que perdieron.
El girasol susurra las lecciones del otoño: "Incluso el sol se cansa de ser luz."
Pero el florero recuerda. Guarda el perfume de los besos que fueron savia, el eco de los tallos que alguna vez crecieron hacia algo más alto que el suelo.
Él es el jardín de los corazones marchitos, el banco de madera noble para las flores que ya no levantan la cabeza.
Y en sus versos tallados, la luz persiste — fotosíntesis de poesía—, alimentando lo que el mundo olvidó regar.