La victoria y la derrota no son destinos, son espejos que revelan lo que el alma aún no sabe de sí.
La victoria es una ilusión vestida de oro, que nos susurra al oído que lo logrado es mérito propio, pero se olvida de decirnos que todo es prestado: el cuerpo, el tiempo, la gloria.
La derrota es más honesta. Ella no halaga, no finge, no adorna. Te desnuda. Te arranca el orgullo como piel vieja, y te obliga a preguntarte: ¿quién soy si ya no soy invencible?
La victoria vive de la mirada ajena, la derrota, de la tuya frente al abismo. Una te da nombre, la otra, sentido.
He perdido en lo visible, y ganado en lo invisible. Porque cada lágrima que no fue entendida se convirtió en una lámpara por dentro. Y cada caída me obligó a renacer, no como era, sino como debía ser.
No temas perder, teme no comprender lo que se esconde detrás de la pérdida. No adores ganar, admirá lo que florece en el corazón cuando ya no queda nada que demostrar.
La victoria y la derrota no son opuestas. Son dos formas de despertar.
Una toca el ego, la otra, el alma. Pero sólo la segunda te vuelve eterno.