Antes, sus gritos eran hachazos. Sus pasos, tala indiscriminada.
Ahora, arrodillado ante los tocones, les ofrece abono como disculpa.
Su hacha está rota —igual que su orgullo—. En su lugar, usa tijeras de tinta: podará con versos las ramas enfermas, injertará sueños donde solo quedó corteza muerta.
Se ha vuelto jardinero. Hasta de sí mismo: cortó sus hojas venenosas, desenredó la hiedra que estrangulaba sus rosas.
Y aunque sabe que los árboles caídos no se levantan, riega la tierra por si las raíces aún recuerdan cómo ser semilla.