La amistad no se grita, no se presume, no se vende.
La amistad —la real— se cuida como fuego en manos que tiemblan, se protege como un secreto que nació para quedarse en dos almas y morir con ellas si es necesario.
Porque hay palabras que se dicen solo una vez, miradas que suplican que no lo cuentes, confesiones que se entregan como quien deja el corazón en las manos del otro y espera… espera no ser traicionado.
La amistad es un pacto sin tinta, una promesa entre ojos sinceros, donde el silencio vale más que mil frases, y lo que se calla no es cobardía, es respeto.
Ser amigo es saber cuándo hablar, y cuándo sellar la boca por amor. Es ser leal no por obligación, sino porque en el fondo sabés que el otro también te guarda.
Y si contás lo que no debías, matás algo sagrado. Una confianza que no vuelve, una pureza que se rompe como cristal entre gritos ajenos.
Amistad no es saber todo, es merecer lo que te dicen. Y si no lo sabés guardar… no sos amigo, sos un peligro.
Recordarlo: entre verdaderos amigos, hay verdades que se entierran juntas, en el mismo silencio, y no florecen para el mundo, sino para el alma.