Madrid tiene un no sé qué, un aire de postal que me recuerda que, aunque viva aquí, es como si solo estuviera de paso.
Sus domingos tienen algo de fugaz, de pasajero. Se sienten lejanos, como si al final del día solo fueran recuerdos que se desvanecen, como aquel patio de la abuela, como el eco de la risa de mi sobrino, como el vino que alguna vez compartimos.