Así se pasa la vida, escribiendo en un papel queriendo escupir al cielo.
Estoy harta de rogar a pies por querer tener palabras ante venenosas carcajadas que citan a la inmaculada ley.
Me abraza el delgado manto del Frío y dejo que me toquen. Me entrego a las quimeras bebiendo el vino de las calles guardando el pan en mi sostén.
Tengo que fingir orgasmos con la daga enterrada en mi piel y mi nombre dejarlo a un lado cuidadosamente doblado.
Aprendí a no reconocerme en el espejo cuando del cuello me agarraban. Yo era esa dulce agonía que enriquecía etiquetas de gala.
Desde niña me dijeron que tenía que ser fuerte y coser mis palabras si quería comer. Nunca dejó de caer sangre de mi nariz ni de masturbarme con la ternura de insultos.
No era yo merecedora del jardín de Dios, era la niña del Diablo, la que comió la manzana. Tan impura que no fui digna de cuna de oro y en el suelo tuve que sepultar la sal.
A mi madre también la violaron. Relucían claramente sus lágrimas, esas que la noche no logra desaparecer.
Yo sabía que era un hombre de inmunidad heredada, tomada, comprada, los pocos recipientes de Dios y su justicia que figuran el tesoro divino y la tierra santa, legado restringido para todos los oscurecidos.
Y aunque ella nunca dijo nada, fueron los muros, los que no guardaron, el nudo que llevaba en su garganta.
Bajo la sombra de la otredad el refugio es la luz de la luna; aunque es fácil sentirse dócil y venal cuando el sol es tirano y opaca a nuestra urna.