No quiero amar a nadie porque cualquier persona podría ser mi padre, cualquier persona podría ser mi madre.
No es el miedo al error de Edipo.
Es el miedo a ser humano.
Porque todos somos sacos huesos. Y yo no sé si amo tu cara neblinosa, tus manos que tiemblan o la mecánica de tu rodilla o el lunar escondido en los pliegues de tu nuca.
Tal vez no es la piel. Tal vez es tu hígado, el color de la sangre machucada en los talones, la uña mal cortada.
Si Edipo hubiese sido mandado al extranjero, a hacer crecer los números en la Bolsa de Valores, jamás hubiese odiado a su padre, jamás hubiese amado a su madre.
Pero lo criaron para llorar, para pelear, para morir bajo el asfixiante peso del destino.
Yo no quiero amar a nadie porque es aceptar esa divinidad lejana, la negligencia de la carne, que somos débiles, tristes, pequeños, hermosos en detalle y nada más.
Vistos desde el monte Olimpo nos volvemos nada y piedras y musgo al lado de una camelia muy roja. Opacos, imperceptibles.
Yo no quiero amar, yo no quiero morir ni llorar ni sudar ni orinar bajo la sombra de un árbol resignado.