Llegaste un día hasta mi casa, hasta mi puerta doctoral; de un alamillo eras la sombra, frío, sin hojas, otoñal.
Con tu presencia ya decías más que pudieras hablar, y me dijiste lo preciso que no olvida nunca más.
En toda clase de oleajes, felicidad, adversidad, te he recordado a cada hora y ya no hay tiempo de olvidar.
Que Dios te tenga en su regazo amplio y movible como el mar, con lo que guarda entre sus dedos hechos de lumbre sideral: haces delgados de colinas, riendas briosas de cristal, nubes de invierno y de verano, conos de luz y oscuridad.
Que Dios te tenga en su regazo y no te avente al alentar.