Cuando regreso a casa no me lavo las manos si es que he estado contigo un instante no más, el aroma retengo que tú dejas en ellas como una joya vaga o una flor ideal.
Por aquí huelo a rosas y por allá a jazmines, alientos de tus ropas, auras de tu beldad, aproximo una silla y me siento a la mesa y sabe a ti y a trigo el bocado de pan.
Y todo el mundo ignora por qué huelo mis manos o las miro a menudo con tanta suavidad, o las alzo a la luna bajo las arboledas como si fueran dignas de hundirse en tu cristal.
Y así hasta media noche cuando vuelvo rendido pegado a las fachadas y me voy a acostar, entonces tengo envidia del agua que las lava y que, con tu perfume, da un suspiro y se va.