Caminando hacia el suburbio con mi rebaño de versos, para todos invisible, para mí ruidoso y crespo, pasó adrede por mi banda casi afeitándome el cuerpo, un automóvil cuchillo, largo, afilado y estrecho, de cachas negras y azules y hoja de cristal y acero, que aventó mi pobre hato y al rabadán dejó lelo. Un hermoso animalito maduro para el cuaderno, dio contra el tronco sin ramas de un buzón, y quedó muerto. Otro fue a parar a lo alto de un edificio frontero y en el monte de una cúpula se quejaba lastimero. En la ruedita de un trole oblicuo como un acento, un tercero me llamaba entre chispas y aspavientos. Y unos treinta recentales, copos de lana y conceptos, que iban para seguidillas y décimas y sonetos, se perdieron por las calles resbaladizas del centro. Lo que me costó reunirlos, amigos, es otro cuento, entre piernas de chicuelas, y gambas de caballeros. A la sombrita de un sauce me iré con mis cuatro versos.