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Vengo a expresar mi desazón suprema
y a perpetuarla en la virtud del canto.
Yo soy Maín, el héroe del poema,
que vio, desde los círculos del día,
regir el mundo una embriaguez y un llanto.

¡Armonía! ¡Oh profunda, oh abscóndita Armonía!

Y velaré mi arduo pensamiento
sotto il velame degli versi strani,
fastuoso, de pompas seculares;
perfecta en sí la estrofa del lamento
y a impulso de los ritmos estelares.

Columpia el mar su cauda nacarina,
e imbuida en la clámide del río
pasa en la bruma fúlgida la carne de la ondina.
Grana el campo nutricio, fluyen mieles,
una deidad inflama las horas con su llama
y loa el día azul un coro de donceles.

Romero: ¿no rebosa el corazón
por la noche de sombras evocadas,
por la tierra de arrugas trabajadas,
del Tiempo y el Espacio la múltiple emoción?

Brilla en las lejanías invioladas
vaga ciudad, e! viento da en los juncos,
los juncos gimen bajo el viento rudo...
Romero, ¡que se vierta el corazón!
y la ternura y la tristeza mía
canten en el crepúsculo: ¡Armonía!
Yo, Rey del reino estéril de las lágrimas,
yo, Rey del reino vacuo de las rimas,
con mis canciones ebrias
que un son nocturno hechiza
y con mis voces pávidas,
anuncio las cavernas del Enigma.
En mis siete dolores primarios se resume,
como en alejandrino paradigma,
la escala del dolor que el mal asume.

Tenebrosa, recóndita Armonía...

Mi numen, fuerte, no es aquel tan puro
como el cerrado corazón de un monte;
pero sobre sus ruinas de inocencias
haré brillar, ebrio del dolor puro,
una gota de luz del corazón del monte.
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