El alma traigo ebria de aroma de rosales y del temblor extraño que dejan los caminos... A la luz de la luna las vacas maternales dirigen tras mi sombra sus ojos opalinos. Pasan con sencillez hacia la cumbre, rumiando simplemente las hierbas del vallado; o bien bajo los árboles con clara mansedumbre se aduermen al arrullo del aire sosegado. Y en la quietud augusta de la noche mirífica, como sutil caricia de trémulos pinceles, del cielo florecido la claridad magnífica fluye sobre la albura de sus lustrosas pieles. Y yo discurro en paz, y solamente pienso en la virtud sencilla que mi razón impetra; hasta que, en elación el ánimo suspenso, gozo la sencillez que viene y me penetra. Sencillez de las bestias sin culpa y sin resabio; sencillez de las aguas que apuran su corriente; sencillez de los árboles... ¡Todo sencillo y sabio, Señor, y todo justo, y sobrio, y reverente! Cruzando las campiñas, tiemblo bajo la gracia de esta bondad augusta que me llena... ¡Oh dulzura de mieles! ¡Oh grito de eficacia! ¡Oh manos que vertisteis en mi espíritu la sagrada emoción de la noche serena! Como el varón que sabe la voz de las mujeres en celo, temblorosas cuando al amor incitan, yo sé la plenitud en que todos los seres viven de su virtud, y nada solicitan. Para seguir viviendo la vida que me resta haced mi voluntad templada, y fuerte y noble, oh virginales cedros de lírica floresta, oh próvidas campiñas, oh generoso roble. Y haced mi corazón fuerte como vosotros del monte en la frecuencia. Oh dulces animales que, no sabiendo nada, bajo la carne sabéis la antigua ciencia de estar oyendo siempre la soledad sagrada.