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Honda, inmóvil, letárgica laguna
que semeja el sepulcro de la luna,
se tiende hasta el ilímite horizonte,
y a la tristeza vesperal se aduna
un viento de ultramar y de ultramonte.
Cantan en el crepúsculo
y un leve son de esquila
vuela en el éter trémulo.

Que mi rumor se extinga blando, tenue,
ola en onda, onda en pompa, pompa en iris,
como vágulo aroma en la memoria;
y me reintegre a la epopeya trunca
en la ciudad de nieblas de mi gloria.
Cantan en el crepúsculo. ¡Armonía!

Y que olvide la brega transitoria,
y el no ser más -y el no ser menos nunca-,
del hilo de oro del collar del día.
¡Armonía! ¡Armonía!

Y el ancla suelte a místicas regiones,
no humano ya mi desear: divino
mi poseer,
mientras en el desmayo del crepúsculo
rueda sobre los ásperos terrones
el carro del campesino,
y fulgura, real, tras el velo de mis lágrimas,
erigida por mi dolor con el mármol de mi poesía
-¡y mía, mía, mía!-
mi nebúlea azulina Acuarimántima.
¡Armonía! ¡Armonía!
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