Se ven desde las barandas, por el monte, monte, monte, mulos y sombras de mulos cargados de girasoles.
Sus ojos en las umbrías se empañan de inmensa noche. En los recodos del aire, cruje la aurora salobre.
Un cielo de mulos blancos cierra sus ojos de azogue dando a la quieta penumbra un final de corazones. Y el agua se pone fría para que nadie la toque. Agua loca y descubierta por el monte, monte, monte.
San Miguel lleno de encajes en la alcoba de su torre, enseña sus bellos muslos, ceñidos por los faroles.
Arcángel domesticado en el gesto de las doce, finge una cólera dulce de plumas y ruiseñores. San Miguel canta en los vidrios; efebo de tres mil noches, fragante de agua colonia y lejano de las flores.
El mar baila por la playa, un poema de balcones. Las orillas de la luna pierden juncos, ganan voces. Vienen manolas comiendo semillas de girasoles, los culos grandes y ocultos como planetas de cobre. Vienen altos caballeros y damas de triste porte, morenas por la nostalgia de un ayer de ruiseñores. Y el obispo de Manila, ciego de azafrán y pobre, dice misa con dos filos para mujeres y hombres.
San Miguel se estaba quieto en la alcoba de su torre, con las enaguas cuajadas de espejitos y entredoses.
San Miguel, rey de los globos y de los números nones, en el primor berberisco de gritos y miradores.