Los surtidores pulverizan una lasitud que apenas nos deja meditar con los poros, el cerebelo y la nariz.
¡Estanques de absintio en los que se remojan los encajes de piedra de los arcos!
¡Alcobas en las que adquiere la luz la dulzura y la voluptuosidad que adquiere la luz en una boca entreabierta de mujer!
Con una locuacidad de Celestina, los guías conducen a las mujeres al harén, para que se ruboricen escuchando lo que las fuentes les cuentan al pasar, y para que, asomadas al Albaicín, se enfermen de "saudades" al oír la muzárabe canción, que todavía la ciudad sigue tocando con sordina.
Cuellos y ademanes de mamboretá, las inglesas componen sus paletas con el gris de sus pupilas londinenses y la desesperación encarnada de ser vírgenes, y como si se miraran al espejo, reproducen, con exaltaciones de tarjeta postal, las estancias llenas de una nostalgia de cojines y de sombras violáceas, como ojeras.
En el mirador de Lindaraja, los visitantes se estremecen al comprobar que las columnas tienen la blancura y el grosor de los brazos de la favorita, y en el departamento de los baños se suenan la nariz con el intento de catar ese olor a carne de odalisca, carne que tiene una consistencia y un sabor de pastilla de goma.
¡Persianas patinadas por todos los ojos que han mirado al través!
¡Paredes que bajo sus camisas de puntilla tienen treinta y siete grados a la sombra!
Decididamente, cada vez que salimos del Alhambra es como si volviéramos de una cita de amor.