Una corriente de brazos y de espaldas nos encauza y nos hace desembocar bajo los abanicos, las pipas, los anteojos enormes colgados en medio de la calle; únicos testimonios de una raza desaparecida de gigantes.
Sentados al borde de las sillas, cual si fueran a dar un brinco y ponerse a bailar, los parroquianos de los cafés aplauden la actividad del camarero, mientras los limpiabotas les lustran los zapatos hasta que pueda leerse el anuncio de la corrida del domingo.
Con sus caras de mascarón de proa, el habano hace las veces de bauprés, los hacendados penetran en los despachos de bebidas, a muletear los argumentos como si entraran a matar; y acodados en los mostradores, que simulan barreras, brindan a la concurrencia el miura disecado que asoma la cabeza en la pared.
Ceñidos en sus capas, como toreros, los curas entran en las peluquerías a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez, y cuando salen a la calle ya tienen una barba de tres días.
En los invernáculos edificados por los círculos, la pereza se da como en ninguna parte y los socios la ingieren con churros o con horchata, para encallar en los sillones sus abulias y sus laxitudes de fantoches.
Cada doscientos cuarenta y siete hombres, trescientos doce curas y doscientos noventa y tres soldados, pasa una mujer.