Cuando el arroz retira de la tierra los granos de su harina, cuando el trigo endurece sus pequeñas caderas y levanta su rostro de mil manos, a la enramada donde la mujer y el hombre se enlazan acudo, para tocar el mar innumerable de lo que continúa.
Yo no soy hermano del utensilio llevado en la marea como en una cuna de nácar combatido: no tiemblo en la comarca de los agonizantes despojos, no despierto en el golpe de las tinieblas asustadas por el ronco pecíolo de la campana repentina, no puede ser, no soy el pasajero bajo cuyos zapatos los últimos reductos del viento palpitan y rígidas retornan las olas del tiempo a morir.
Llevo en mi mano la paloma que duerme reclinada en la semilla y en su fermento espeso de cal y sangre vive agosto, vive el mes extraído de su copa profunda: con mi mano rodeo la nueva sombra del ala que crece: la raíz y la pluma que mañana formarán la espesura.
Nunca declina, ni junto al balcón de manos de hierro ni en el invierno marítimo de los abandonados, ni en mi paso tardío, el crecimento inmenso de la gota, ni el párpado que quiere ser abierto: porque para nacer he nacido, para encerrar el paso de cuanto se aproxima, de cuanto a mi pecho golpea como un nuevo corazón tembloroso.
Vidas recostadas junto a mi traje como palomas paralelas, o contenidas en mi propia existencia y en mi desordenado sonido para volver a ser, para incautar el aire desnudo de la hoja y el nacimiento húmedo de la tierra en la guirnalda: hasta cuándo debo volver y ser, hasta cuándo el olor de las más enterradas flores, de las olas más trituradas sobre las altas piedras, guardan en mí su patria para volver a ser furia y perfume?
Hasta cuándo la mano del bosque en la lluvia me avecina con todas sus agujas para tejer los altos besos del follaje? Otra vez escucho aproximarse como el fuego en el humo, nacer de la ceniza terrestre, la luz llena de pétalos, y apartando la tierra en un río de espigas llega el sol a mi boca como una vieja lágrima enterrada que vuelve a ser semilla.