Preocupado por este asunto me dediqué a aclarar las cosas.
Busqué a los sabios sacerdotes, los esperé después del rito, los aceché cuando salían a visitar a Dios y al diablo.
Se aburrieron con mis preguntas. Ellos tampoco sabían mucho, eran sólo administradores.
Los médicos me recibieron, entre una consulta y otra, con un bisturí en cada mano, saturados de aureomicina, más ocupados cada dia. Según supe por lo que hablaban el problema era como sigue: nunca murió tanto microbio, toneladas de ellos caían, pero los pocos que quedaron se manifestaban perversos.
Me dejaron tan asustado que busqé a los enterradores. Me fui a los ríos donde queman grandes cadáveres pintados, pequeños muertos huesudos, emperadores recubiertos por escamas aterradoras, mujeres aplastadas de pronto por una ráfaga de cólera. Eran riberas de difuntos y especialistas cenicientos.
Cuando llegó mi oportunidad les largué unas cuantas preguntas, ellos me ofrecieren quemarme: era todo lo que sabían.
En mi país los enterradores me contestaron, entre copas: -«Búscate una moza robusta, y déjate de tonterías».
Nunca vi gentes tan alegres.
Cantaban levantando el vino por la salud y por la muerte. Eran grandes fornicadores.
Regresé a mi casa más viejo después de recorrer el mundo.