De cuando en cuando soy feliz! opiné delante de un sabio que me examinó sin pasión y me demostró mis errores.
Tal vez no había salvación para mis dientes averiados, uno por uno se extraviaron los pelos de mi cabellera: mejor era no discutir sobre mi tráquea cavernosa: en cuanto al cauce coronario estaba lleno de advertencias como el hígado tenebroso que no me servía de escudo o este riñón conspirativo. Y con mi próstata melancólica y los caprichos de mi uretra me conducían sin apuro a un analítico final.
Mirando frente a frente al sabio sin decidirme a sucumbir le mostré que podía ver, palpar, oír y padecer en otra ocasión favorable. Y que me dejara el placer de ser amado y de querer: me buscaría algún amor por un mes o por una semana o por un penúltimo día.
El hombre sabio y desdeñoso me miró con la indiferencia de los camellos por la luna y decidió orgullosamente olvidarse de mi organismo.
Desde entonces no estoy seguro de si yo debo obedecer a su decreto de morirme o si debo sentirme bien como mi cuerpo me aconseja.
Y en esta duda yo no sé si dedicarme a meditar o alimentarme de claveles.