Llega el invierno. Espléndido dictado me dan las lentas hojas vestidas de silencio y amarillo. Soy un libro de nieve, una espaciosa mano, una pradera, un círculo que espera, pertenezco a la tierra y a su invierno. Creció el rumor del mundo en el follaje, ardió después el trigo constelado por flores rojas como quemaduras, luego llegó el otoño a establecer la escritura del vino: todo pasó, fue cielo pasajero la copa del estío, y se apagó la nube navegante. Yo esperé en el balcón tan enlutado, como ayer con las yedras de mi infancia, que la tierra extendiera sus alas en mi amor deshabitado. Yo supe que la rosa caería y el hueso del durazno transitorio volvería a dormir y a germinar: y me embriagué con la copa del aire hasta que todo el mar se hizo nocturno y el arrebol se convirtió en ceniza. La tierra vive ahora tranquilizando su interrogatorio, extendida la piel de su silencio. Yo vuelvo a ser ahora el taciturno que llegó de lejos envuelto en lluvia fría y en campanas: debo a la muerte pura de la tierra la voluntad de mis germinaciones.