Pobres poetas a quienes la vida y la muerte persiguieron con la misma tenacidad sombría y luego son cubiertos por impasible pompa entregados al rito y al diente funerario.
Ellos -oscuros como piedrecitas- ahora detrás de los caballos arrogantes, tendidos van, gobernados al fin por los intrusos, entre los edecanes, a dormir sin silencio.
Antes y ya seguros de que está muerto el muerto hacen de las exequias un festín miserable con pavos, puercos y otros oradores.
Acecharon su muerte y entonces la ofendieron: sólo porque su boca está cerrada y ya no puede contestar su canto.