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Al timón de un gallardo navío
maniobra con manos prudentes un joven piloto.
A través de la niebla trepida con pávido brío
el metálico ritmo de un tañido remoto…

Es la ronca campana marina,
la inquietante campana,
la campana de alarma que plañe en la costa lejana,
al vaiven de la olas coléricas, su inquietud repentina.

Suena, suena en la noche, vigilante campana costeña,
revelando el acecho del escollo bravío;
suena, suena con ímpetu, y despierta al piloto que sueña
al timón de su débil navío!

Pero el nauta inexperto
no olvidó la prudencia
en el puerto.
Avizor, ambicioso y altivo -tres veces despierto-,
oyó al punto, a lo lejos, la sonora advertencia.

Y el ligero navío, de incontables tesoros repleto,
bajo el sólido puño del piloto se inclina,
y levanta la proa espumaste después, como un reto,
mientras vibra más trémula y próxima la campana
marina…

Y el esplendido y noble navío se aleja ágilmente,
y su blanco velamen gentil se destaca
en la espesa y opaca
neblina, eludiendo la rauda corriente,

bajo el gélido azote de la racha inclemente,
mientras hierve con sordo fragor la resaca...
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Sí, Dios mio:
¡Se ha salvado un navío! Pero el orto navío
inmortal,
el navío inmortal que va a bordo de ese frágil
navío,
¿Qué piloto es capaz de alejarlo del escollo fatal?

Navío del alma, que ninguna bonanza sosiega;
que en el tosco navío del cuerpo navegas en pos
de una costa de luz que no llega:
Navega, navío sin brújula, navega, navega, navega!,
atento a la eterna y magnánima campana de Dios!
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