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Caronte, piloto del fúnebre río,
que marcas el rumbo del viaje supremo,
hundiendo en las aguas el remo
tardío…

La cauta corriente desliza su onda
y el remo se cubre de negras espumas...
Y en tanto la proa redonda
taladra las brumas…

El pávido grupo de reos se hacina
y ceden las tablas del lento pontón
y arando su estela sinuosa rechina
el timón…

Caronte se yergue impasible,
flotante y revuelta su barba senil.
La sombra destaca su rostro terrible,
su enérgico y tosco perfil.

La densa tiniebla condensa
sus torres de ébano mate.
La lívida horda indefensa
mantiene su fe en el rescate...

Cual hosca pared de ceniza
se erige la niebla compacta en redor,
y el brillo fosfórico del agua plomiza
bifurca en la estela su efímero ardor.

Un pálido efebo se inclina en la borda,
y mira fatídicamente
la túrbida y sorda
corriente…

Un vasto silencio prestigia
los labios convulsos. La barca repleta
proyecta en la Estigia
su lúgubre y móvil silueta...

De pronto, flamígeras vetas
incendian la opaca quietud del confín,
y entonces se alargan las caras inquietas:
la gris travesía ya toca a su fin...

Hinchando sus músculos rema
con súbitos bríos el torvo piloto.
Y se oye un crujido. Caronte blasfema:
el remo se ha roto.

Caronte contempla el remo inservible
y una áspera mueca le arruga el perfil.
La cólera inflama su rostro terrible
y agita su barba senil.

Unánimemente,
los reos se ponen de pie:
tocando la meta del viaje doliente
parece salvarlos la fe.

La turba, frenética, danza
en torpe tumulto triunfal:
parece cumplirse la loca esperanza:
la barca se aleja del puerto fatal.

Y entonces Caronte
dilata su tórax velludo y potente,
contrae su recia testuz de bisonte
y se hunde en la espesa corriente.

La fétida onda le sube hasta el cuello,
pero él con brutal energía
ritmando su ronco resuello
remolca la barca sombría...

En grietas de viva escarlata
le sangran los bíceps por anchos rasguños:
el bárbaro esfuerzo amorata
sus sólidos puños.

La férrea mandíbula cruje
y emerge del cieno la tensa rodilla:
y sigue el titánico empuje
que acerca la barca a la orilla…

Apáticos, mudos, ceñudos,
reintegran los réprobos su grupo sombrío.
El viento flagela los torsos desnudos
rizando su látigo elástico y frío.

La espalda robusta se enarca
y entonces concluye la ruda faena:
con tardos vaivenes la barca
encalla en la arena…

Y el fiero barquero,
irguiendo sus hombros de atlante,
afinca sus piernas de bronce y de acero
y extiende la diestra sangrante...

Y entonces -nublada la frente,
vidriada la inmóvil pupila-,
resignadamente, trabajosamente,
la trágica horda desfila...
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