Dejé mi copa en el brocal maldito. Grité hacia abajo, hacia el profundo hueco, pero el coro sarcástico del eco me devolvió multiplicado el grito. Llegaba tarde: el pozo estaba seco.
Un gran golpe de viento lleno el pozo, y, al recorrer su vertical garganta, en su más honda hondura oí un sollozo, donde cantaba el agua y ya no canta...
Brillaba entonces la primera estrella, pero el anochecer amanecía cuando me puse a comparar aquella profunda sed del pozo con la mía.
Y allí dejé mi copa abandonada, con un tardío gesto de homenaje por quien se supo dar sin pedir nada al que calmo su sed y siguió viaje...
Y allí, junto al brocal ennegrecido, y el cubo roto, y la inservible rueda, comprendí que no cabe en el olvido la ingratitud de un agua que se ha ido ni el espanto de un pozo que se queda...