El beodo narraba dificultosamente, con hipos de agonía y vahos de aguardiente: Él, residuo de hombre, sin vigor ni decoro, era el único dueño de un singular tesoro.
Y vi en su mano torpe, tal como una serpiente de escamas de oro puro, la trenza reluciente: su tesoro romántico, su reliquia -aunque ignoro de quién era la trenza de cabellos de oro-.
Y una noche de lluvia se colgó de una rama, y un rechinar de dientes epilogó su drama de recorrer a tientas las brumas del alcohol.
Y allí lo vimos todos, al inflamarse el día, y en su cárdeno cuello la trenza relucía cual si se hubiese ahorcado con un rayo de sol.