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No, nunca fue lo oscuro tan oscuro.
Y está acostado pero no en su lecho.
Quiere moverse y se lo impide un muro.
Un muro en derredor, largo y estrecho.

Llama, y su voz resuena extrañamente,
sin que acudan su madre ni su hijo.
Y un súbito sudor hiela su frente,
al palpar en su pecho un crucifijo.

No, no hay duda: Esa sombra que lo aterra
es sombra de ataúd bajo la tierra,
y no es soñando, porque está despierto.

Y lo aturde un pavor definitivo
al comprender que se le dio por muerto
y al comprobar que fue enterrado vivo
Pero un día, al abrir la sepultura,
se sabría su muerte verdadera.
Si el ataúd mostrara la hendidura,
de un golpe de su mano en la madera.

Y al pensar de repente en el mañana,
piensa también enloquecidamente
en el espanto de la madre anciana
y en el horror del hijo adolescente.

Y allí, en la sombra, sin quejarse en vano
sin dar un grito, sin alzar la mano,
con una abnegación casi suicida

cierra los ojos y se queda quieto
porque así, solo así, será un secreto
su horrible muerte de enterrado en vida.
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