Las riendas de mi vida las sujetan tus manos, y aunque impacientes piafan mis potros -mis instintos-, con tus débiles músculos los sometes. Son vanos mis intentos de fuga, oyendo los lejanos relinchos de otros potros, que entre los laberintos galopan y que arrastran la crin por los pantanos...
Pero no olvides nunca que mis potros salvajes esperan un instante, que acechan un descuido... Yo te he dado sus riendas, leves como celajes... Quizás con ellos puedas como yo no he podido...
¡Sujeta bien las riendas!... Mide por su impaciencia la libertad que ansían... Yo sufriré el castigo que merezca un instante tuyo de indiferencia...
¡Ah, y no olvides tampoco que ellos, en la violencia de la arrancada, pueden arrastrarte consigo!...