Ver la lluvia a través de letras invertidas, un paredón con manchas que parecen prohombres, el techo de los ómnibus brillantes como peces y esa melancolía que impregna las bocinas.
Aquí no hay cielo, aquí no hay horizonte.
Hay una mesa grande para todos los brazos y una silla que gira cuando quiero escaparme. Otro día se acaba y el destino era esto.
Es raro que uno tenga tiempo de verse triste: siempre suena una orden, un teléfono, un timbre, y, claro, está prohibido llorar sobre los libros porque no queda bien que la tinta se corra.