Laberintos, retruécanos, emblemas, helada y laboriosa nadería, fue para este jesuita la poesía, reducida por él a estratagemas.
No hubo música en su alma; sólo un vano herbario de metáforas y argucias y la veneración de las astucias y el desdén de lo humano y sobrehumano.
No lo movió la antigua voz de Homero ni esa, de plata y luna, de Virgilio; no vio al fatal Edipo en el exilio ni a Cristo que se muere en un madero.
A las claras estrellas orientales que palidecen en la vasta aurora, apodó con palabra pecadora gallinas de los campos celestiales.
Tan ignorante del amor divino como del otro que en las bocas arde, lo sorprendió la Pálida una tarde leyendo las estrofas del Marino.
Su destino ulterior no está en la historia; librado a las mudanzas de la impura tumba el polvo que ayer fue su figura, el alma de Gracián entró en la gloria.
¿Qué habrá sentido al contemplar de frente los Arquetipos y los Esplendores? quizá lloró y se dijo: Vanamente busqué alimento en sombras y en errores.
¿Qué sucedió cuando el inexorable sol de Dios, La Verdad, mostró su fuego? Quizá la luz de Dios lo dejó ciego en mitad de la gloria interminable.
Sé de otra conclusión. Dado a sus temas minúsculos, Gracián no vio la gloria y sigue resolviendo en la memoria laberintos, retruécanos y emblemas.