Que el hombre no sea indigno del Ángel cuya espada lo guarda desde que lo engendró aquel Amor que mueve el sol y las estrellas hasta el Último Día en que retumbe el trueno en la trompeta. Que no lo arrastre a rojos lupanares ni a los palacios que erigió la soberbia ni a las tabernas insensatas. Que no se rebaje a la súplica ni al oprobio del llanto ni a la fabulosa esperanza ni a las pequeñas magias del miedo ni al simulacro del histrión; el Otro lo mira. Que recuerde que nunca estará solo. En el público día o en la sombra el incesante espero lo atestigua; que no macule su cristal una lágrima.
Señor, que al cabo de mis días en la Tierra yo no deshonre al Ángel.