Tres antiguas caras me desvelan: una el Océano, que habló con Claudio, otra el Norte de aceros ignorantes y atroces en la aurora y el ocaso, la tercera la muerte, ese otro nombre del insaciado tiempo que nos roe. La carga secular de los ayeres de la historia que fue o que fue soñada me abruma, personal como una culpa. Pienso en la nave ufana que devuelve a los mares el cuerpo de Scyld Sceaving que reinó en Dinamarca bajo el cielo; pienso en el alto lobo, cuyas riendas eran sierpes, que dio al barco encendido la blancura del dios hermoso y muerto; pienso en piratas cuya carne humana es dispersión y limo bajo el peso de los mares errantes que ultrajaron. Pienso en mi propia, en mi perfecta muerte, sin la urna, la lápida y la lágrima.