Qué no daría yo por la memoria de una calle de tierra con tapias bajas y de un alto jinete llenando el alba (largo y raído el poncho) en uno de los días de la llanura, en un día sin fecha. Qué no daría yo por la memoria de mi madre mirando la mañana en la estancia de Santa Irene, sin saber que su nombre iba a ser Borges. Qué no daría yo por la memoria de haber combatido en Cepeda y de haber visto a Estanislao del Campo saludando la primer bala con la alegría del coraje. Qué no daría yo por la memoria de un portón de quinta secreta que mi padre empujaba cada noche antes de perderse en el sueño y que empujó por última vez el 14 de febrero del 38. Qué no daría yo por la memoria de las barcas de Hengist, zarpando de la arena de Dinamarca para debelar una isla que aún no era Inglaterra. Qué no daría yo por la memoria (la tuve y la he perdido) de una tela de oro de Turner, vasta como la música. Qué no daría yo por la memoria de haber oído a Sócrates que, en la tarde la cicuta, examinó serenamente el problema de la inmortalidad, alternando los mitos y las razones mientras la muerte azul iba subiendo desde los pies ya fríos. Qué no daría yo por la memoria de que me hubieras dicho que me querías y de no haber dormido hasta la aurora, desgarrado y feliz.