En los campos de Antelo, hacia el noventa mi padre lo trató. Quizá cambiaron unas parcas palabras olvidadas. No recordaba de él sino una cosa: el dorso de la oscura mano izquierda cruzado de zarpazos. En la estancia cada uno cumplía su destino: éste era domador, tropero el otro, aquél tiraba como nadie el lazo y Simón Carvajal era el tigrero. Si un tigre depredaba las majadas o lo oían bramar en la tiniebla, Carvajal lo rastreaba por el monte. Iba con el cuchillo y con los perros. Al fin daba con él en la espesura. Azuzaba a los perros. La amarilla fiera se abalanzaba sobre el hombre que agitaba en el brazo izquierdo el poncho, que era escudo y señuelo. El blanco vientre quedaba expuesto. El animal sentía que el acero le entraba hasta la muerte. El duelo era fatal y era infinito. Siempre estaba matando al mismo tigre inmortal. No te asombre demasiado su destino. Es el tuyo y es el mío, salvo que nuestro tigre tiene formas que cambian sin parar. Se llama el odio, el amor, el azar, cada momento.