Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete que, alto en el alba de una plaza desierta, rige un corcel de bronce por el tiempo, ni los otros que miran desde el mármol, ni los que prodigaron su bélica ceniza por los campos de América o dejaron un verso o una hazaña o la memoria de una vida cabal en el justo ejercicio de los días. Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas y de éxodos y de la lenta población de regiones que lindan con la aurora y el ocaso, y de rostros que van envejeciendo en los espejos que se empañan y de sufridas agonías anónimas que duran hasta el alba y de la telaraña de la lluvia sobre negros jardines.
La patria, amigos, es un acto perpetuo como el perpetuo mundo. (Si el Eterno Espectador dejara de soñarnos un solo instante, nos fulminaría, blanco y brusco relámpago, Su olvido.) Nadie es la patria, pero todos debemos ser dignos del antiguo juramento que prestaron aquellos caballeros de ser lo que ignoraban, argentinos, de ser lo que serían por el hecho de haber jurado en esa vieja casa. Somos el porvenir de esos varones, la justificación de aquellos muertos; nuestro deber es la gloriosa carga que a nuestra sombra legan esas sombras que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos. Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante, ese límpido fuego misterioso.