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La cruz del sur se echa en una nube
y me mira con ojos diamantinos
mis ojos más profundos que el amor,
con un amor de siempre conocida.

Estuvo, estuvo, estuvo
en todo el cielo azul de mi inmanencia;
eran sus cuatro ojos la conciencia
limpia, la sucesiva solución de una hermosura
que me esperaba en la cometa,
ya, que yo remontaba cuando niño.

Y yo he llegado, ya he llegado,
en mi penúltima jornada de ilusión
del dios consciente de mí, mío,
a besarle los ojos, sus estrellas,
con cuatro besos solos de amor vivo;
el primero, en los ojos de su frente;
el segundo, el tercero, en los ojos de sus manos,
y el cuarto, en ese ojo de su pie de alta sirena.

La cruz del sur me está velando
en mi inocencia última,
en mi volver al niñodiós que yo fui un día
en mi Moguer de España.

Y abajo, muy debajo de mí, en tierra subidísima,
que llega a mi exactísimo ahondar,
una madre callada de boca me sustenta,
como me sustentó en su falda viva,
cuando yo remontaba mis cometas blancas:
y siente ya conmigo todas las estrellas
de la redonda, plena eternidad nocturna.
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