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Cuando yo era el niñodiós, era Moguer, este pueblo,
una blanca maravilla; la luz con el tiempo dentro.
Cada casa era palacio y catedral cada templo;
estaba todo en su sitio, lo de la tierra y el cielo;
y por esas viñas verdes saltaba yo con mi perro,
alegres como las nubes, como los vientos, lijeros,
creyendo que el horizonte era la raya del término.

Recuerdo luego que un día en que volví yo a mi pueblo
después del primer faltar, me pareció un cementerio.
Las casas no eran palacios ni catedrales los templos,
y en todas partes reinaban la soledad y el silencio.
Yo me sentía muy chico, hormiguito de desierto,
con Concha la Mandadera, toda de ***** con *****,
que, bajo el tórrido sol y por la calle de Enmedio,
iba tirando doblada del niñodiós y su perro:
el niño todo metido en hondo ensimismamiento,
el perro considerándolo con aprobación y esmero.

¡Qué tiempo el tiempo! ¿Se fue con el
niñodiós huyendo?
¡Y quién pudiera ser siempre lo que fue con lo primero!
¡Quién pudiera no caer, no, no, no caer de viejo;
ser de nuevo el alba pura, vivir con el tiempo entero,
morir siendo el niñodiós en mi Moguer, este pueblo!
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