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Volvía yo con las nubes que entraban bajo rosales
(grande ternura redonda) entre los troncos constantes.

La soledad era eterna, el silencio era eternante.
Me detuve como un árbol, y oí hablar a los árboles.

El pájaro solo huía de tan secreto paraje;
sólo yo podía estar entre las rosas finales.

Yo no quería volver en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto a los árboles iguales.

Los árboles se olvidaron de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada, oía hablar a los árboles.

Me retardé hasta la estrella. En vuelo de luz suave,
fui saliéndome a la linde, con la luna ya en el aire.

Cuando yo ya me salía, vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo, y me apenaba dejarles.

Y yo los oía hablar, entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí. ¿Y cómo
desengañarles?

¿Cómo decirles que no, que yo era sólo el pasante,
que no me hablaran a mí? No quería traicionarles.

Y ya muy tarde, ayer tarde, oí hablarme a los árboles.
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