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No cantaré ya nunca más. El canto
se me ha secado en la garganta.
Como una rosa.

Ay, misterioso ruiseñor
que gorjeabas bajo el agua,
que me clavabas en el pecho
tu pico: sueño, vida, espada.

Se derramaba por el mar mi sangre.
Cantar de bienaventuranza.
Iluminaba los amaneceres
con su doliente luz de plata.

Alca carmín y mediodía de oro.
Trompas de fuego en la mañana.
En cada hojilla de la primavera
una menuda y verde daga.

Dedos que tañen cuerdas invisibles.
Músicas que desnudan al que pasa.
Cuánto tesoro derruido
en el silencio de tu caja.

Ay, mis héroes, mis álamos, mis ríos,
mis playas, frutas y distancias.
(Ay, Dios mío, sin nombre ya, sin hombre).
Ay, enterradas y borradas.

Ay. Y podridas. Y dormidas.
Y asesinadas. Y apagadas.
Las olas que me hundieron hasta el fondo
sabían bien lo que arrastraban.

Ay, las canciones sin medida.
Las medidas sin notas, sin palabras.
Ay, las columnas en que puse
el peso dulce de mis alas.

Y todo: norte y sur, este y oeste,
ofrendándome sus campanas,
sus instrumentos de cristal,
humos, piedras, plumas y almas.

Ay, sin medida ya. Fundidas
las fronteras y las distancias.
Ay, la vida que no venía
a ofrecerme su boca grana.

Cárcel de hierro, más sin fuego.
Piedra sin alas y sin alma.
Ay, estíos, otoños, primaveras,
inviernos que nacían y pasaban.

Ay, gaviotas, alondras, horas,
manos, estrellas, peces, ramas.
Ay, vida que no viene. Y si venía
no había voz para cantarla.

No cantaré ya nunca más. El canto
se me ha secado en la garganta.
Se ha dormido en mi corazón
como una rosa.
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