No, si yo no digo que no estén bien en donde están: más aseados y atendidos que en el lugar en que nacieron, donde vivieron tantos siglos. Allí el tiempo los devoraba. El sol, la lluvia, el viento, el hielo, los hombres iban desgarrándoles la piel, los músculos de piedra y ofrendaban el esqueleto -fustes, dovelas, capiteles- al aire azul de la mañana. Atormentados por los cardos, heridos por las lagartijas, cegados por los estorninos, por las ovejas y las cabras.
No, si yo no digo que no estén mejor donde están -en estos refugios asépticos- que en las tabernas de sus pueblos, ennegrecidos los pulmones por el tabaco, suicidándose con el porrón de vino tinto, o con la copa de aguardiente, oyendo coplas indecentes en el tiempo de la vendimia, rezando cuando la campana tocaba a muerto.
No, si yo no diré nunca que no estén mucho mejor en donde están que en donde estaban... ¡Estos claustros...!