Sin ternuras, que entre nosotros sin ternuras nos entendemos. Sin hablarnos, que las palabras nos desaroman el secreto. ¡Tantas cosas nos hemos dicho cuando no era posible vernos! ¡Tantas cosas vulgares, tantas cosas prosaicas, tantos ecos desvanecidos en los años, en la oscura entraña del tiempo! Son esas fábulas lejanas en las que ahora no creemos.
Es octubre. Anochece. Un banco solitario. Desde él te veo eternamente joven, mientras nosotros nos vamos muriendo. Mil novecientos treinta y ocho. La Magdalena. Soles. Sueños. Mil novecientos treinta y nueve, ¡comenzar a vivir de nuevo! Y luego ya toda la vida. Y los años que no veremos.
Y esta gente que va a sus casas, a sus trabajos, a sus sueños. Y amigos nuestros muy queridos, que no entrarán en el invierno. Y todo ahogándonos, borrándonos. Y todo hiriéndonos, rompiéndonos.
Así te he visto: sin ternuras, que sin ellas nos entendemos. Pensando en ti como no eres, como tan solo yo te veo. Intermedio prosaico para soñar una tarde de invierno.